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domingo, 2 de enero de 2011

Te espero

Te espero sentado, en el bar Odeón, frente a la plaza Flores; es una fresca mañana de Mayo. ¿Cuál es el problema? Debés estar saliendo recién de tu casa en Almagro, para venir hasta acá. Yo quise llegar temprano, con tiempo, para tomar tranquilo una rica taza de café humeante; para sentir el aroma y el calor entre mis manos antes de que llegaras. Para observar el mundo, el movimiento, toda esa gente enfrentada al tiempo y a la necesidad, más allá del marco de la ventana. El bar está bastante lleno. No son pocas las personas que recurren a este descanso, a cualquier hora que fuera, a tomarse unos minutos, a mirar, como desde un balcón, el paso de la corriente a la que se sumarán más tarde.
–¡Mozo, otro café! La mujer que espero aún no llega. ¿Y cuál es el problema? ¿Cuál, la urgencia de una respuesta? Allí, en una mesa contra la pared, bajo el espejo, un hombre gordo, de traje raído y barato -la taza de café con leche enganchada por el asa en el dedo índice de la mano derecha- se sumerge en el diario abierto y desplegado, sin esperar cosa alguna. Sólo levanta la cabeza -en breve movimiento-, para tomar aire y luego vuelve a recogerse, perfecta inmersión, en el mar de sus inmediatos intereses. El kiosco de revistas está donde debe, frente al bar, cerca de la esquina. Con la gorra calada hasta las orejas, inmune a la espiral de imágenes eternas que pone a nuestra consideración, el diariero vende. Giran a su alrededor los hechos y los rostros de cada uno de los días. Pasan frente a él, en movimiento lineal, los trabajadores, los chicos, los vagos y los adolescentes que circulan por los alrededores de la plaza. Algunos van hacia la iglesia, en la otra cuadra, a pedir dinero, o a sentarse a fumar en sus escalinatas, o a encontrarse con alguien, para luego ir de paseo. El diariero casi no despega el cigarrillo prendido de sus labios, ni alumbra la mirada, aburrida en su rostro.
-¡Mozo! ¿Qué pasó con mi café?
–Ya se lo traigo, disculpe. ¿O es que se va?
–No, no me voy, ¿por qué lo dice...?
La dirección de la mirada del mozo me señala que estoy semiparado, o semisentado, de ahí su pregunta. Según parece, me incorporé, sin darme cuenta, para reclamar mi pedido. Desde esta posición, casi parado, veo otras cosas. Al fondo del bar, una pareja de jóvenes se concentra en una charla susurrada. Sus ropas los aplastan, la oscuridad reina sobre la mayoría de los habitantes de este lugar. ¿Por qué no se realzan? ¿Por qué se muestran tan apocados al sorber sus bebidas, sin siquiera levantar la mirada? El me observa y la chica le dice algo. Es evidente que comentan alguna cuestión acerca de mi persona. ¿Qué verán ellos en este hombre de más de setenta años, qué verán ellos en mí, que me creo aún joven y elegante? Verán un viejo delgado y bien vestido, lo que a veces genera rechazo, por contraste. Unos kilos de más y ropas comunes, a mi edad, armonizarían mejor. O, quizás, comentan con curiosidad mi posición; sigo semiparado, ahora con la taza del café, que ya llegó, en mis manos. Parece que no he atinado a sentarme. Lo hago, me siento bajo el pesar de la vulnerabilidad evidenciada por el acto erróneo en medio del salón lleno de gente. Y a raíz de otros actos erróneos, quizás, es que espero tu llegada, es que aguardo, de un momento a otro, ver tu figura cruzar la doble puerta del bar, justo en la esquina, para que hablemos ya no sé de qué cosas, que se supone nos han sucedido.

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