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viernes, 15 de julio de 2011

Agarro la caja con las dos manos

La una y veinte y no me duermo.

Coca y Fernet con amigos a la vuelta del boliche, en el bar de Av. Pavón y Loria,
justo frente a la parada de colectivos.
En la barra dos choferes,
sus vasos de vino
y una mujer.
Nos levantamos, ruido de sillas,
ella gira la cabeza.
Me enfoca, se levanta,
me pregunta: ¿te vas?
Se acerca, se acerca…, no hay caso, se acerca.
Me mira a los ojos.
Me dice bueno,
otro día entonces,
y me besa.
Apenas un roce, apenas la lengua, una boca blanda.
Sonríe un poco, se vuelve a la barra, me mareo.
En la vereda, el Japo y Carabina se me cagan de risa.
-¡Estás temblando! Juáá, juáá, pará, ¿qué te pasa loco?
Sí, es horrible, tiemblo como una hoja,
me van a cargar toda la vida.
No digo nada, ¿qué voy a decir, si además castañeteo?
Nos echamos un meo en el árbol de las esquina.
¡Pará de temblar, pelotudo, que me salpicás!
Me la sostengo con dos dedos helados: no sale casi nada.

No me duermo.

En el techo hay una grieta que no estaba.
Mi mujer duerme boca abajo.
Antes tampoco estaba, mi mujer.
En la pared, un cuadro: el castillo.
Se levanta entre brumas
y su sombra cubre los pueblos desde allá arriba.
El resplandor de esta noche baña la ventana.
Y yo acá.
Se me viene un loro que tuve, y mi primer perro, Amigo.
Amigo me ladra, pega unas vueltas sobre sí mismo, sonríe,
se contonea entusiasmado,
me muestra cómo yo lo acariciaba al sol
sobre las baldosas del patio.
Me mira, se acerca a la cámara,
mete el hocico en primer plano,
me trata de lamer.
Yo me hago el boludo, me pongo de costado,
agarro un libro de la mesa de luz, lo abro,
leo un renglón, lo dejo.

Cierro los ojos, tiro de la sábana,
me tapo hasta el cuello, abrazo la almohada.

Y yo acá en la noche, y yo acá en el trabajo,
y yo acá en la calle.
¿Me apuro?
Es que mañana arranco a las siete.
¡Dale!
¿Dale?
¿Apurarme qué? ¿Apurarme cómo?
¿Apurarme cuál?
No.
Miro para atrás, por las dudas.
Y para adelante, por las dudas.

La puta que lo parió, no me duermo.

Papá me compra un pollito enano en la estación de Lomas,
al lado del bar al paso,
el del licuado de banana con leche,
el de las empanadas fritas que cuando las mordés te chorreás.
Me lo dan en una caja de cartón con agujeritos, al pollo.
Llevalo vos, me dice papá.
Agarro la caja con las dos manos.
Una tarde el pollo no está más.
Salgo al jardín nostá.
Patio de atrás nostá.
Amarillo, chiquito, nostá.
Mi viejo me dice se debe haber ido,
esos animalitos escapan,
pero tranquilo, alguien lo va a encontrar
alguien lo va a cuidar.
Miro a papá: bigote finito,
pulcro en su chaqueta de médico,
me sonríe.
Tierno papá: me pone una mano en el hombro,
me hace otra sonrisa, callado,
y se vuelve para adentro.
Ok, papá, ok. Nou more pollo papá.
Me voy al jardín de adelante.
Me hamaco y no lloro y no hablo y no lo busco más.
Chirrido de hamaca. Silencio de no-pollo.
Años después me entero: se lo había comido mi perra.
¿Se lo comió todo?
¿Se lo comió un poco?
¿Se lo comió gritaba?
¿Se lo comió se relamía?
¿Mi perrita se lo comió?

Mañana voy a estar hecho mierda.

Pero las mañanas no sé.
Una me levanto con ganas, saludo al diariero,
saludo al del garage, arranco el auto, pongo la radio,
estaciono mal, trabajo todo el día, me río,
termino muerto, vuelvo con hambre.
Otra me levanto, no los saludo,
enciendo la radio, no la tolero, la apago,
arranco el auto,trato de pasar un taxi,
me meto entre dos colectivos,
llego tarde a qué,
tengo que llegar a qué,
estaciono mal, camino apurado,
aparezco en el ascensor del trabajo yo,
me veo en el espejo yo.
Miro mis ojos, acomodo mis pelos.
Mis pelos que son menos.
Mis pelos que eran más.
No se acomodan, pero ya llegué: cuarto piso.
Desaparezco.

Enciendo la luz de la mesa de luz.

Otra vez la mañana.
Mi mano sube sola, con la máquina de afeitar agarrada,
por el espejo del baño.
Barba de tres días, que quede como de tres días.
Un café, el Página, acelero por Bacacay.
Corremos los dos: yo transpiro, el tiempo no.
Insisto, voy,
me agacho, pego unos saltos.
¿Qué pelotudo?
El empedrado patina, pierdo el control,
me voy encima de un auto,
lo choco de costado.
¿El tipo me hace señas de que me meta el dedo en el culo?
Me tira el auto encima.
Se ríe, me grita que me apure,
me grita cosas feas, me insulta.
Yo aplasto la cara contra la ventanilla y le hago un monstruo.
Yo arrugo el hocico y le hago un topo.
Aplasto y arrastro la nariz por el vidrio,
le muestro los agujeros abiertos y los pelos y los mocos.

Apago la luz de la mesa de luz.

La enciendo: miro a mi mujer.
Duerme boca abajo, como un tronco.
Me gusta, mi mujer.
Me gusta la parte del surco de la espalda.
Y la parte que el pelo rubio le cae sobre los hombros
y los lunares en la piel blanca.
Me gusta la parte de la bombacha en la mitad de la raya.
Me calenté.
Pero duerme.
Está en su mundo.
Duerme.

¿Enciendo la luz de la mesa de luz?
¿Otra vez enciendo la luz de la mesa de luz?

Guerra de kinotos, Calle Sixto Fernández, de vereda a vereda.
En la vereda de enfrente los Di Franchesco: Ruli, Pipo, Gui.
Tienen la planta en el fondo de la casa, cargada de kinotos.
Nosotros también somos tres: Odo, Belmonte y yo.
A Belmonte lo traemos porque la hermana está buena.
Aunque es más grande que nosotros y no nos da bola.
Igual lo pasamos a buscar por la casa,
a ver si tenemos suerte y ella se asoma.
Les tiramos dos kinotos, vuelven ocho.
Les tiramos tres, vuelven diez,
Técnica:
1) tirar de a pocos kinotos, para racionar las existencias;
2) tirar el kinoto justito cuando está terminando de pasar un auto.
Así, apenas Gui o Ruli o Pipo lo ven venir, ya se les viene encima
y no les da tiempo a esquivarlo.
Lo mejor es cuando el tiro te sale al medio de la cara.
Un kinotazo en la cara te hace saltar las lágrimas.
Cuando nos cansamos de tirar cantamos ¡tregua! y los comemos.
Son horribles.

Me tomo un Alplax.
¿Con agua?
¿Con whisky, por si las moscas?
Con whisky, por si las moscas.

Sábado a la noche, pasillo de mi casa de Lomas,
acaricio mi primera teta.
La teta es de mi novia y está debajo de una polera azul de lycra.
Nos besamos un rato
mientras acaricio la teta por afuera.
La acaricio despacio y al ratito arriesgo
y mando la mano por debajo.
Siento la piel, me muero, respiro por un hilito,
veo destellos con los ojos cerrados.
Mi mano sube sola y llega al cielo:
se palpa blanca,
se palpa tibia,
creo en el Señor.
Levanto la polera, necesito verla.
La miro la beso, la chupo, tiemblo.
Tiemblo y me acuerdo del Japo.
Tiembo y me acuerdo de Carabina.
los veo que se ríen y me señalan.
Me sacan de onda pero me repongo
y vuelvo a mi teta.
De golpe, una caricia en mi cabeza.
Me asusto, levanto la vista, es mi novia.
Me había olvidado que estaba mi novia.

Me da sueño.
¿Me da sueño?

Quiero dormir, así mañana me levanto temprano y escribo.
Sí.
No. No me creo.
Mañana no me levanto y no escribo.
Mañana después al trabajo.
Mañana voy, mañana hablo, mañana camino,
Mañana después vuelvo y ceno.

La reconcha de la lora, son las cuatro.

Miro a mi mujer cuerpo y cara.
Miro a mi mujer hombros muslos.
Le quiero el cuerpo
Le quiero la boca.
Le quiero el sueño.
Le quiero el alma.

¿Y el efecto del Alplax qué pasa?
Casi las cinco.

Uf:
-Bienvenido, enhorabuena, permítame que le sonría, que lo reciba con gusto, a pesar. Pase por acá. Vea nuestro camposanto: fíjese esas arboledas allá al fondo, y el césped recién cortado, siempre verde. ¿Lo huele? ¿Siente el perfume? ¿Qué le parece?
-Un campo de golf me parece: lindo para reposera. ¿Se puede reposera?
-No, qué ocurrente, claro que no, pero disponemos de esos cómodos bancos de madera, distribuidos de manera estratégica. ¿A quién despedimos? ¿A mamá, a papá, algún abuelito rezagado? Vea, ¿qué me dice de la capilla?
-¿Se puede hacer asado en la capilla? ¿Tiene patio? ¿La podemos usar de quincho, ponemos mesas largas?
-Já, buen sentido del humor, aun en estas circunstancias. Usted me gusta. ¿Lo contacto con el cura?
-Que sea sin responso, le agradezco.
-Ajá. No creyente, ¿eh? Entre nosotros, yo tampoco,
pero, ¿seguro sin responso?
Yo lo haría, por las dudas,
uno nunca sabe qué le espera después.
-Se lo agradezco pero no. Es definitivo.
-Perfectamente, entonces.
Venga, vamos a club-house, así firma los papeles
y aquí no ha pasado nada.
-Diga, ¿venden flores acá adentro?

Firmá, firmá. Firmá en el club house,
firmá que te invitan café,
firmá que después ya te vas.
Firmá todo.
Te compraste una parcela, ¿te das cuenta?
No.
Poné la tarjeta de crédito,
te debitan las cuotas y ni te enterás.
es como si fuera gratis.
Listo, ya la tenés,
Es tuya, la parcela.
¿Estás contento?
No.

Prendo la luz
Agarro el libro.
¿Me duermo?

domingo, 2 de enero de 2011

Mediodías en el Eccleston

Pongamos las cosas en su lugar. Almorcé, cada día de mis 4 años en el colegio, en el colegio. Me acuerdo con precisión de la Sra Mary. De ningún modo era fea. Era una morocha sólida y rolliza, de cara normal e incluso agradable, pelo negro lacio hacia atrás, con generosas tetas que acompañaban a la perfección, brindándole solidez, el movimiento del brazo allá en lo alto con la gran bandeja plateada. Recuerdo bien esa bandeja llena de milanesa cortada en pedacitos. La servía con una espumadera. En algún momento del almuerzo -mesas larguísimas llenas de chicos- volaban unos pocos panes en ráfagas a discreción que comenzaban en cuanto la Sra. Mary nos daba la espalda. Había que ser preciso, tenías tiempo de arrojar uno o dos y tratar de evitar el que te volvía antes que ella se diera vuelta. Si te agarraba te llevaba para la cocina, y no me acuerdo que pasaba ahí pero no me surge ninguna sensación desagradable.
Después venía el recreo largo, que duraba como una hora y media y era lo mejor. Fútbol a morir. Al rato, transpirados y sin fuerzas, sentados en el piso y apoyados contra la pared, nos entreteníamos y nos manchábamos con las moras caídas del árbol, mientras el pobre ceibo del rincón era ignorado por todos.
Algo de mágico y secreto tenía ese espacio, el del mediodía. Los que no se quedaban a almorzar se iban a sus casas; nosotros, los que sí, tomábamos posesión del lugar y el colegio era otro.
Un par de horas después, cuando los de afuera volvían para el turno tarde, todo parecía regresar a la normalidad. Subíamos las escaleras en fila y los varones nos agachábamos para apreciar mejor, en lo posible hasta su lugar de origen, las piernas perfectas de Miss Maddox. Pero los que habíamos permanecido en el colegio aún no aquiétabamos las sensaciones del almuerzo. Cruzábamos fugaces miradas, durante la primer hora, como silencioso comentario acerca de algo de lo vivido. Y compartíamos la suerte de que, al día siguiente, la magia recomenzaría.

Las Nu

-Man, vení, mirá, ¿esas son?
Fernando me clava el codo en el costado, pero casi ni me doy cuenta, o me doy cuenta pero mi cabeza está en otra cosa, en la misma cosa que la de él, así que no conecto como para contestarle.
-¿Son esas man?, vení, mirá –insiste.
Es que estábamos todos a la expectativa, desde hacía un par de semanas, porque se supo que estaban por desembarcar en el colegio dos nuevas e ilustres alumnas: las Nu y Eve. Sí, Nu y Eve, de la tele, las mellicitas del Nueve. Y el día había llegado. Las Nu, como ya les decíamos para acortar un poco, estaban en cuarto, pero las íbamos a poder ver en el recreo.
A Fernando lo conocí acá en el Newbery hace uno par de meses, nada más. Habíamos venido a parar a este colegio junto con unos amigos ya empezado el primer trimestre. Es que nos habían echado del Moreno. Bah, en realidad no llegaron a echarnos, nos recomendaron con fuerza la renuncia. Un compañero nos había denunciado por una joda que le hacíamos: cuando estábamos de ánimo lo agarrábamos como si fuera un tronco, entre tres o cuatro, y lo balanceábamos a través de la ventana del primer piso hasta que le quedaba la cabeza y medio cuerpo más afuera, mientras cantábamos se va para abajo, se va para abajo. Todo bien, no pasaba nada, nos cagábamos de risa, pero un día se nos aparece en el aula, en medio de una clase, la rectora con los dos preceptores, dos chabones caretas con los que traíamos una relación un poco tensa, digamos. Se paran frente a la clase, lo llaman a Cardozo, el de la ventana, y uno de los preceptores le dice: señalá quienes fueron. Y el hijo de puta nos señala al Turco, a Dizzy, al Rolo y a mí. ¡No lo podíamos creer! ¡Cardozo traidor! Si no nos caía mal; en realidad nos resultaba simpático, lo agarrábamos a él porque era reliviano y chiquito, nada más. Es verdad que había que correrlo porque no quería dejarse atrapar y cuando lo teníamos pataleaba un poco, pero después no decía nada, jamás se nos hubiera ocurrido que podía molestarle tanto. Resultó un pálido el loco. El asunto es que nos llevaron para rectoría, nos cagaron a pedos, nos recordaron que estábamos sospechados de haber puesto arena en el carburador del auto de uno de los preceptores dos meses atrás, y nos exigieron la renuncia. Yo creo que no nos echaron de una porque no éramos malos alumnos y porque se habrán dado cuenta, cuando hicimos nuestro descargo, que a Cardozo lo queríamos, no se lo hacíamos de mala onda. Además, sabían que éramos chicos sanos, buena gente. El asunto es que nos obligaron a irnos de nuestro amado Moreno; un garrón porque estábamos desde primer año y era un cole copado, pero al final resultó que nos hicieron un favor increíble. Creo que habría que hacerles llegar a los dos amargos esos la info de que la estamos pasando genial. A Cardozo no; en un punto lo entendemos al loco. Pero igual podría habernos dicho.
El asunto es que a lo pasado pisado, había que poner manos a la obra. Entre los cuatro analizamos la situación: cuando te echan de los colegios normales tenés dos opciones: Newbery y Sobremonte, dos reductos privados pero que costaban poca plata y recibían con las puertas abiertas no sólo a expulsados sino también a repetidores. Hay que aclarar que al Sobremonte, por alguna oscura razón, van más los expulsados que los repetidores; es como un poco más denso, la cosa está más concentrada, viene a juntarse ahí la pulpa del asunto, es un nivel más abajo en el inframundo. Luego de prolija evaluación decidimos no ir directo a capas tan inferiores y elegimos el Rawson, justo enfrente del Parque Rivadavia, turno noche. Al Sobremonte lo dejamos como opción de reserva, por si nos llegamos a tener que ir también de éste: del Jorge Newbery, colegio con buena reputación entre los locos conocidos. Nos terminó de convencer un dato fundamental que nos batieron por ahí: los dueños eran unos hermanos abogados, unos tales López Rey, bastante truchos, que si te quedabas libre de faltas les pagabas una tarifa y te reponían otras quince. Las veces que fuera necesario.
El Turco no vino con nosotros. Él había recibido un especial pedido de renuncia indeclinable. O sea, todos teníamos que irnos, pero el más. Es que era pendenciero, le encantaba cagarse a piñas. Bastaba que alguien lo mirara más de lo que él consideraba aceptable para que, si estaba en un día malo, se le acercara a provocar la discusión. Entonces, de la nada, sorprendía con un primer y único golpe, una piña que te acostaba y ya está, la pelea había terminado. Si justo te habías distraído te lo perdiste, cosa de la que te lamentabas por lo menos el resto de la semana, porque una piña del Turco era digna de verse. Pobre Turco, él nos había contado un tiempo antes, mientras caminábamos a la salida del cole, que estaba loco porque su novia, Laura, lo había dejado, y cagarse a piñas era lo único que lo ayudaba a sentirse mejor. Cada vez que se armaba y lo veíamos acostar a uno (insisto: piña impecable) nos daba lástima, hoy la debe estar extrañando un toco, pensábamos. Pero las autoridades no se enteran de las angustias de sus alumnos. Así que lo tenían entre ojos y a la primera oportunidad, que resultó la de Cardozo, lo conminaron a que se las tome. El asunto es que se decidió por el Sobremonte porque se daba cuenta que lo de Laura lo seguía matando y entonces, ya que lo rajaban del Moreno, prefería asegurarse un colegio como pintaba el Sobremonte, con más margen de maniobra.
Primer día (primera noche, en realidad) en el Jorge Newbery: nomás entrar ya estábamos encantados. Había una variedad, una riqueza humana, casi una vanguardia, te diría, de la que no teníamos idea que pudiera existir. Para empezar, colegio mixto. Imaginate: veníamos del Moreno, colegio del Estado que también era una maza pero un poco rancio y, detalle principal, sólo de hombres, puro olor a huevo. Y acá era mixto. ¡Mixto! Era una palabra inalcanzable, un agujero a otra dimensión. Y era verdad, era mixto, había chicas, muchas chicas que, encima, habían elegido el Newbery, pero el Newbery turno noche, encima, no se si me explico. Venían a ser un seleccionado de chicas, Las Leonas, ¿me entendés? Los recreos eran un paraíso psicodélico: el patio interno asaltado por mujeres. Mujeres por todos lados: hablaban, se cagaban de risa, te miraban, algunas usaban las polleras re-cortas, otras la camisa blanca con un botón de más abierto que te mataba, dos colitas, cola de caballo, pelo suelto, dientes blancos, ojos pintados, pestañas como abanicos, ojazos, ojos rasgados (había un par medio orientales) cintitas en las muñecas, grupitos, solitas, otras en charla con algún loco contra una columna; un shopping. Y en el medio nosotros, que no teníamos idea de cómo se trataba a una chica adentro de un colegio. Estábamos desesperados.
Del Moreno llegamos el Rolo, Dizzy y yo. Con el Turco perdimos un gran valor, aunque sentíamos cierto orgullo de tener un delegado en el Sobremonte. No es que hubiera ánimo de reemplazarlo, pero en el Newbery nos encontramos, entre otros, a Fernando, que venía del Belgrano Schule. Este loco era de otra especie. Lo habían mandado a estudiar un año a Estados Unidos para que cortara una relación que venía teniendo con una profesora, cuando él estaba en segundo año. ¡Quince años tenía el loco en ese momento! Para nosotros -chicos de barrio que decían loco, chabón, y no man, que ya empezaba a gustarnos más-, eso era una de ciencia ficción. Además, los padres y el hermano estaban mal de la cabeza, pero mal de verdad. Será por sobrevivir a todo eso o por lo que sea, pero el loco, además de estar loco, iba a otra velocidad, siempre un paso delante de nosotros y con una mente que era un motor fuera de borda. Ya el primer día, en el recreo, se acercó al grupete de inmigrantes que formábamos Dizzy, el Rolo y yo, me ve encender el walkman y me encara: ¿Qué hacés man? ¿Ustedes son nuevos, no? Sí, empezamos hoy, le contesté. Bienvenidos, man… ¿disculpame, ese walkman te anda? Sí, le digo. ¿Seguro te anda bien, man? Sí, sí, anda, anda bien, le contesté, ya medio divertido y sin entender mucho, lo tengo hace repoco. A ver, dejame, insistió mientras me agarraba los auriculares y se los ponía. Qué loco, sí, anda, dijo con cara de sorprendido. El mío no me anda. ¿Este es amigo tuyo?, me preguntó en seguida mientras señalaba con un gesto a Dizzy, que estaba ahí al lado nuestro, tan cerca de mí como de él. Dizzy, que tenía una inteligencia como un cuchillo, se cagó de risa detrás de esos anteojos enormes, de marco grueso, que nunca se sacaba. Sí, le dije, venimos todos del Moreno. A ver, prestame el tuyo, ¿a vos también te anda?, le dijo a Dizzy, y ya le estaba desenganchando el aparato del cinturón, porque ahora necesitaba no sólo ponerse los auriculares sino examinarlo un poco. Sí, este también anda, anunció mientras le daba vueltas al aparato con la mirada muy concentrada. Es muy fuerte esto, men, ¡el mío es el único que no funciona! El Rolo, que no podía más de placer con la escena, le dijo: ¡Cómo te quiero, dame ya mismo un beso en los labios!, y sin decir agua va le enchufó un pico, que era su declaración rotunda de amistad y gusto por alguien. Fernando, sacado de cuadro, se rió y lo abrazaba y le palmeaba la espalda, mientras nos decía ustedes están muy locos, men, ¿de dónde me dijeron que vienen?

-¿Y man, son esas las Nu? -me insiste.
-Sí, loco, son esas, pero la que está ahí es una. Está una sola, boludo. ¿No ves que hay una sola?
Fernando me mira, me palmea la espalda y se ríe:
-¿Decís que esa es una sola loco?
-Si man, pero tenés razón vos, son las dos.
El Rolo nos mira, nos dice cómo los quiero y de inmediato nos agarra la cara y nos endosa un pico a cada uno.

La Decisión

1

No es fácil contemplar esta ciudad.
Cada objeto se ha vuelto sombra y cada palabra, signo inaccesible a la comprensión o al recuerdo.
Aquí y allá se retuercen senderos de tierra o musgo, cordones rojizos y negruzcos vuelven sobre sus pasos, descienden, se elevan y pierden en un rodeo donde la ciudad termina.
Los edificios emergen de la espesura como árboles y se dividen y prolongan hacia el cielo. Oscilan en peligroso balanceo pero aguantan, la piedra que los conforma resiste.
La piedra, que también da cuerpo al casco macizo y a las edificaciones más bajas, rociadas al ras de la tierra, casi indistinguibles desde lo alto hasta tanto la vista no se acostumbra.
Desde lo alto, situación que permite atravesar el cielo sin obstáculos, hasta el giro del horizonte.
Hay que esforzar la vista para descubrir callejuelas que sucumben frente a los muros.

Sólidos muros con entradas pequeñas, a duras penas talladas sobre la inmensidad de la roca.

Desde el interior: un sonido apagado y gris, apenas separado del silencio.
Los pasillos multiplican recodos y descubren cientos de puertas iguales.
Tantas, que la vista no logra retenerlas para establecer su número.
Tantas que corresponden, en conjunto, a la vivienda de miles de personas.
Tantas, porque detrás de cada una habita un solo individuo.

En toda la ciudad, en cada vivienda, un solo individuo.


2

Ella pasea su cuerpo desnudo.
Cuerpo delgado, aparición que brilla frente a la pequeña ventana,
cuando la luz la alcanza.
Va y viene por el círculo irregular de su vivienda,
camina cerca de las paredes,
roza un hombro contra la roca.

Se asoma una y otra vez a la ventana: el sol ya llegará a su cenit,

ya llegará…

Gira por la habitación vacía, su hogar desde el final de la época de los recuerdos.
Región de días o edades, de voces y rostros que intenta atrapar.

(Caminar, caminar, alcanzar las voces, las miradas, salir, volver atrás)

Cabello negro llovido sobre rostro blanco.
Ojos entrecerrados en la espera.
Permanece así, como al despertar,
(Un jirón de lino, tan liviana y vacía)

No ha comido ni ha bebido en toda la mañana.
Nunca lo hace hasta después de subir.
Un destello la Llama: el sol ya deslumbra la roca.
Corre, cruza los aires por un pasadizo hacia a altura,
llega sin aliento.

Por fin: el sol y ella en lo alto.
Se arquea hacia atrás.
Resplandece bajo el astro.
Se transforma en luz.
(Elipse celeste sobre la ciudad y el mundo)

Ella, los cielos, el abismo.
Mueve las manos despacio sobre su cuerpo.
Los dedos acarician la carne
Asomada a los bordes de la torre,
hunde en el infinito una voz.

Otras veces no lo ha hecho.
Otras veces se ha quedado en silencio.


3

Cientos, miles de puertas.
En todas, alguien detrás.


4

Está gordo, aunque casi no haya alimentos.
Nada entorpece su energía: habla, habla y habla.
Habla con ademanes, habla sin detenerse.

Osí. Osí. Las mujeres balancean sus niños en el parque,
Osí: los pájaros sobrevuelan.
¡Ah! Osí.

Habla solo, aislado, en su vivienda.
Y recuerda.

Osí. Mujeres de ojos rasgados, sonrisas, ¡ah!,
Palabras de labios entreabiertos.
Lo que yo quiero. Osí, osí.
El aroma de sus pieles.
El rabillo de sus ojos.
¡Osí. Osí, osí!

Corre y repite: osí; osí- osí.
Corre y ríe, corre y grita.
Y se enfurece.


5

La noche nunca llega.
Y luego, no se marcha.


6

El juego se desarrolla, siempre y por siempre.
Comenzó como un poblado lleno de luz.
Con el sonido de los niños y la amenaza de las tormentas.
Con trabajo.
Con una casa primera y más.
Con un hombre, una mujer y más.

Pero los años se volvían ciegos.


7

El canto de una sirena.
O el aullido de un lobo.


8

Osí.
Osí quiere un cuerpo.
Osí-osí.
El dolor de un cuerpo entre sus manos.
Un torso que se derrame.
Quiere que se sangre.
Sostenerlo por las costillas.
Sostenerlo por el hueso.
Mujeres blancas,
Piernas-mujeres.
Osí.
Osí-osí


9

Nada surge de la nada.
La ciudad se forjó por decisiones,
ocurrencias, arbitrios, omisiones.
Paso a paso, fue creada.
Con la piedra y un poco la madera.
Con prados y árboles,
pero más la roca.
Lo que encontraron lo reprodujeron.
La piedra y un poco la madera.


10

Ale.
Las desoladas calles asisten a su paso ligero.
A su despreocupado andar, al llamado de sus ojos.

Tuerzo por aquí, sigo por allá.
Mi ciudad, mi gran hogar.

Delgado, la chaqueta vuela sobre su espalda. Va a pequeños saltos, pero ya menos, está cansado. El aire se vuelve fresco, Ale, hora de volver a casa.

Mamá, hermanitos, aquí llego. ¡Ja!, otra vez no me crucé con nadie. ¿La mesa está tendida? Traigo fideos, todavía queda algo en la ciudad abandonada. ¡Já! Siempre habrá algún paquete. ¿Y en esta otra mano? ¡Animalito! ¡A cocinar!! ¡¡A cocinar!! ¡Madre, a lavarlo de sangre, a preparar alimento!




11

El creador.
No fecundó en este lugar una raza que se conquiste a sí misma.
No nació aquí, para la tierra, el destino.
No en este lugar.
No en esta piedra.


12

Vuela lleno de rabia.
Atraviesa las nubes.
Recuerda la ciudad que fue.
Y la recorre.
Luego despierta,
en su habitación de piedra



13

El canto de una sirena
o el aullido de un lobo.
Ella, ya desnuda,
se desnuda en el extremo de la torre.


14

Madre, ¿por qué mirás así a hermano Ale?
Nos trajo animalito.


15

Vivieron hasta los días obscuros.
Hasta el derrumbe del ánima.
Hasta que el cielo desistió.


16

Se sobrevive con poco.
Rudy consigue animales, arranca la carne, la corta en trozos, ya ni se sabe de cuál bicho proviene.
Carne de gato, de pájaro, de rata.
La desgarra, separa un poco para cada uno.
Aunque no comen mucho, no necesitan. Pero él les junta y reparte.
Y consigue agua.
Sale, recorre los restos de la ciudad antigua,
hurga entre plantas, árboles, matas, senderos.
No come ni toma hasta juntar para ellos.
A veces no hay. Entonces macera plantas, ramas, corteza.
Eso cansa las manos, las daña.
La corteza es planta, piensa Rudy. Es madera, es alimento.
Casi siempre va la madera, salvo cuando hay mucha carne
(de gato, de pájaro, de rata).


15

No es fácil absolver a esta tierra.
Mundo de dolor que no mueve,
y sangra sin razón.

Subirán a lo alto de la torre y rasgarán su cuerpo,
proferirán el grito, eclipsarán al sol,
volarán los cielos.
Girarán por siempre en habitáculos de piedra.
Convocarán los recuerdos de la época de los recuerdos.
Arrancarán la vida a débiles y animales.
Comerán rata, gato, pájaro, madera.

Y llegará la hoguera,
donde resuciten y mueran
los que ya habían muerto.

Desollarán la tierra y quedarán sin nada.
Juntarán garras de nubes.
Abrirán surcos de cuerpos en la piedra.
Morirá cada uno.
Y gritarán por la vida
en el final.

¡En el final!

Camperas de cuero

Salimos por Sacalabrini y caminamos hasta Warnes. Vení por acá, loco, me dijo Bily, que hay unas camperas alucinantes. Íbamos medio excitados por las cervezas de hacía un rato y cuando cruzamos casi nos pisa el 15. Es que, donde termina, Scalabrini pega una vueltita que si no te fijás bien te ponen.
-¿Para qué mierda querés una campera de cuero, Bily? Si hace calor te cagás de calor y si hace frío te cagás de frío. Sin contar con que te da un aspecto medio cromado que a los chorros les encantó y fuiste. Te la van a desplumar a la primera salida.
-Gracias por la buena onda, loco. Si hubiera sabido salía siempre a comprar pilcha con vos. ¡Uy, mirá ese Audi! ¡Chauuu, una maza! El loco que lo maneja posta que tiene una campera de cuero, eh, boludo, ¿o no? En campera de cuero van los locos esos.
-Pero a vos te falta el Audi.
Llegamos a la galería superespecífica de cueros “Mi Vaca y Yo”. “Mi Ex-Vaca y Yo” debería llamarse, pensé. Bily al toque estaba encandilado con un sacón de cuero negro brilloso, largo hasta la rodilla, re onda Matrix.
-Vos, flaquito y morocho, con eso vas a parecer un halcón o un agilucho, man.
-Dejá, está rebueno, loco, pero debe valer una bocha.
-Ahí dice que te lo dejan en seis pagos con tarjeta de crédito o en cash. ¿Tarjeta no tenés, no? ¡Qué vas a tener!
-¿Vos tenés? me preguntó con los ojos salidos por la emoción.
-No, ni a palos tengo.
-¡Mirá ahí, una araña!
Tal cual, sigo la dirección del dedo índice de Bily y veo, en la pared del costado de la vidriera, justo al lado del Matrix, subiendo rapidón, una araña pollito de colores. Una puta araña de ocho centímetros por lo menos, sin contar las patas. Gorda y de colores, la muy turra.
-Agg, me dan asco las arañas, nos fuimos de acá, Bily.
La araña ya se paseaba por la solapa del sacón de cuero sin darse por aludida.
-Sí loco, vamos, la verdad que la pollito me sacó de onda.

-¿Cuánto tenías para la campera? –le pregunté ni bien pude sacudirme el cagazo, un par de cuadras más allá.
-Doscientos treinta.
-¿Doscientos treinta? ¿Me estás jodiendo?
-Qué, ¿vos decís que no alcanza? Podía pagarlo en dos veces, si no, les daba la otra parte el mes que viene.
-Mil doscientos ochenta valía esa que te gustó, pelotudo, varias partes más ibas tener que pagar.
-Buéh, tomemos como que la araña fue una señal. No me la compro un carajo.
-Dale. ¿Dos treinta tenés? Vamos a tomarnos otras cervezas.
-O ka, loco, vamos.

La Vida en el Teatro

La representación ha terminado. Tras las viejas puertas de vaivén, las mismas que se abren y cierran desde el primer día de existencia del gran teatro, se esfuman los últimos ecos, vítores y aplausos. Las luces se adormecen, vencidas por la quietud. Los demás actores de la compañía ya atraviesan la noche en camino a sus hogares. Tan sólo ellos dos permanecen en la gran sala.
Be mira en derredor hasta recorrer cada rincón del espacio desierto. Su voz parece sumarse, con cada palabra, al silencio. Ese silencio que vive allí desde siempre, presente en cada jornada y en cada momento, aún entre la música y las voces del elenco o detrás de los aplausos del público, en plena función. Ese silencio que, una vez a solas, despliega sucesos ocurridos hace minutos, días o siglos, pero vivos en él por toda la eternidad. Sueños, miradas, susurros, reflejos, vidas y muertes, todo ello renace de él cada noche y se agita en un murmullo creciente hasta colmar la sala vacía. Parece, entonces, como si el silencio fuera a estallar. Sin embargo eso no ocurre. El silencio, como si una señal le indicara cuándo, se repliega. Y acalla todo su mundo, a la espera de la siguiente jornada.
-Nadie sabe con certeza, Laura, le dice Be, lo que ocurrió aquí una noche, hace trescientos años. Hoy, justo esta noche, la de tu inesperada representación, de la cual aún no me repongo, de la cual aún me rondan tus sonidos y tus movimientos, de la cual aún me ronda la vida, quiero decir, los ramalazos de vida de tu personaje, la persona viva presente allí, en la escena, habitando tu cuerpo, justo hoy y quién sabe, justo a esta hora, se cumplen trescientos años exactos de aquél suceso.
Be calla un instante y descuelga de la pared, con cuidado, un marco de bronce que contiene, tras el cristal, un escrito.
-El azar, o quizás el destino, -prosigue, mientras ofrece el objeto a Laura-, ha querido que este documento, del cual se desconoce el autor, encontrado entonces junto a los cuerpos, pudiera trascender las edades y brindarnos así, aún legible a pesar del tiempo y las manchas de sangre, su testimonio.
Be comienza a leer el viejo párrafo, conservado allí, a un costado del escenario, sin haber atraído, quizás, una sola mirada a lo largo de decenios.
“No habrá función esta noche ni las próximas. El Honorable Teatro de la Corte permanecerá cerrado mientras se investiga lo ocurrido. La escena acaba de ser colmada por más de lo que se hubiera podido desear o soñar. ¿Podrá la pura pasión aquí desatada volar a través del tiempo y el espacio hacia otras almas elegidas e inspirarlas? ¿Volverá este escenario a albergar tamaño extremo?
Dejo caer una gota de mi sangre junto a la de ellos y sacralizo así este pergamino para poder invocar, en un futuro, el día. Sea cuando fuere en el tiempo de los siglos por venir, ruego se me conceda alcanzar aquí, como ellos lo han hecho, un instante de eternidad. Y más de mi sangre ofrendo para merecer el don de retornar una y otra vez a este templo, a través de los tiempos, a saciar el ritual.
En tanto, ¿cómo dar testimonio de lo ocurrido hace instantes? ¿A quién confiar el tesoro? ¿De qué audiencia aguardar la merecida recepción? ¿Cómo agradecer el sino de haber estado aquí, oculto, para observarlo todo? No…, no quedarán, después de mí, ni otros relatos, ni vestigios, ni comprensión alguna. Sólo el silencio frente a los restos que por la tarde, con seguridad, habrán sido retirados.
Y el telón, recién entonces y hasta un nuevo día, habrá descendido.”

No la conozco muy bien a Laura, piensa Be, pero aun así puedo sentir su interés al escuchar la lectura de este fragmento. Es un manuscrito anónimo, le dice. Fue encontrado junto a los cuerpos, o a lo que quedaba de ellos, y ha sido conservado desde entonces en diferentes lugares. En principio, durante los primeros pasos de la investigación, en la sede de policía; luego en despachos oficiales y en diferentes juzgados hasta que fue devuelto por fin al teatro, su hogar, Laura, donde ahora podemos verlo.
Laura roza con sus dedos el cristal que cubre el pergamino y, conmovida, guarda silencio. Dos actores muertos, piensa. Una mujer y un hombre, le ha dicho Be. ¿Qué pudo haber ocurrido? Dos cuerpos ensangrentados en un teatro vacío y el testimonio de alguien que ha visto todo.
No la conozco bien, piensa Be, a su vez, mientras la observa. Será por eso mi invitación a que permanezca aquí conmigo en el teatro cuando la función ha concluido y la ausencia de vida es la regla. Será para contarle acerca de los múltiples recovecos del lugar o, quizá, por mi deseo de percibir, a través de su rostro, los cambios en mi propio espíritu con los vaivenes del relato. Be le habla del escenario, que oscila iluminado apenas por unas pocas luces al ras del piso, difuminado como un botellón en medio del mar nocturno bajo el frío y la luz de las estrellas, o como la conciencia de quien mira desde una butaca, en medio de la sala vacía y oscura. Le cuento, piensa Be, y la miro para verla mirarme, para verla perderse, para perderme también, para sucumbir, de a poco, bajo el peso de las palabras.
El teatro no es sólo lo que ves cuando la función está en marcha, le dice. Tampoco es la visión sola del escenario, en apariencia muerto y vacío. Por el contrario, el teatro vive en la esencia aquí presente, esencia que para muchos, para la mayoría de las gentes, en verdad, resulta imperceptible. La vida, creo, espera por recrearse. Pulsa y espera, Laura, así como duerme este momento quieto para después estallar. Puedo sentirlo aquí dentro, bajo el resguardo de estos muros que permiten olvidar la calle y el movimiento circular de los días allá afuera. Puedo sentir, ahora mismo, cómo la vida del teatro crece en mí y se apodera, de a poco, de mí.
Laura es joven. Se ha unido hace muy poco a la compañía y hoy, en la escena, en su primera representación frente al gran público, se ha dejado llevar, ha dejado de ser ella misma para dar nacimiento a su personaje, ha llorado y dado vida a otra vida de tal modo que sus compañeros fueron arrastrados junto a ella a la mejor actuación que jamás se hubieran atrevido a soñar.
He sido casi borrado del escenario, piensa Be, al posarse en mí sus ojos perdidos del mundo, escapados de la tierra como nunca antes yo había visto, ni en medio de una obra ni fuera de ella. Be mira la mirada de Laura y los destellos que en ella proyectan sus propias palabras. No es todo guiones ni antiguos ropajes destinados a la escena, ni cortinados o muebles de utilería, le dice. Pensá en los actores, Laura. Vos, que comenzás a entregarte a la actuación del modo que hoy hemos visto y vivido, pensá en quien crispa su mano en dirección al cielo para alcanzar un momento sublime y proyecta la voz hasta rincones desconocidos de tu propia alma, cuando su alma, la de él, la del actor en escena, ya se arrastra por un laberinto cuyo final es el mismo fondo del espíritu, donde también es la carne. Hablo del ser primitivo que llevamos dentro, del fundamento, de la cuna de lo que somos. ¿Es eso bajeza, pérdida de límites, confusión? ¿O es otra cosa? Quizás sea entrega, Laura, quizás la mayor entrega, el más extremo olvido que uno pudiera imaginar, el olvido de todo.
Laura, callada, lo escucha. Ha viajado desde lejos con la ilusión de actuar en el viejo Teatro de la Corte. Se ha preparado durante años para llegar hasta allí y esta noche, hace tan sólo unos momentos, por fin, su sueño se ha vuelto realidad. Aún siente en el cuerpo la conmoción de haber sido habitada por su personaje. Ella lo sabe, ya desde niña le ha ocurrido: esa nueva vida no terminará jamás de abandonarla. Cada ser de ficción le ha dejado una parte de sí, una parte real y viviente, de modo que la actuación se transformó en el único camino posible, en el único espacio en el cual ser más de una sin enloquecer.
Laura, piensa Be, la que ha aceptado mi invitación a permanecer cuando ya todos se han ido, la que ha querido asomarse a otro rincón de los tantos que la jornada reserva en su seno. Laura aquí, Laura conmigo. No la conozco bien, pero es bella y más bella a cada roce de mi mirada. Sus ojos sueñan y su cuerpo de gata dormida, relajado en la tibieza de un sol de invierno, invita a tocarlo, a abandonarse al mundo de su piel tan blanca. Laura, lejos de ser una extraña, me ronda y se acerca a mí. ¿Será a causa de mi deseo, de mi callada sugerencia de placer que en este instante descubro? ¿Será mi anhelo por ella, la imperiosa ausencia que me provoca su presencia tan cercana? Laura, tan hermosa. ¿Qué quiero, sino la tentación, en ella, de salir de las palabras y animar un paso hacia el miedo?
El actor pone su alma en el índice que se extiende hacia el cielo, prosigue Be, frente a los ojos oscuros, bien abiertos, de Laura. Está a punto de alcanzar el ápice de la trama, le dice, el instante crucial de una historia que, incluso a él, el intérprete, deja sin aliento. Tensa su mano allá en lo alto dispuesto a declamar una última verdad, la que figura en el guión de la obra, pero suya también en ese momento, y mira a su amada, quien, sobrecogida, aguarda el desenlace. Ese actor, Laura, con el alma entregada al arte, con el alma perdida en la poderosa dimensión del arte, en la que sin oponer resistencia, sino gozo, se sumerge, ese actor, continúa Be, con su pecho a punto de estallar, junto con las líneas finales del diálogo siente que podría matar a su amada en la ficción. Quiero decir: matar de verdad a quien representa a su amada, matarla y vociferar junto a ella, matarla y vociferar, Laura, junto a la sublime agonía de ella, en medio del escenario. Matarla y ascender en el desgarro, en la energía del dolor y de la muerte.
Be, con los párpados cerrados, toma un respiro. Laura se agita y su mirada, no así sus ojos, abandona por un instante el espacio. Su conciencia se ha vuelto sobre ella misma, se ha hundido en su espíritu por una fracción de segundo, se ha sumergido en ese páramo interior poblado por tantos seres, por tantas almas vivas, olvidadas o renacientes.
Las manos de ese actor, del hombre que era ese actor, prosigue Be, se hincharon e inflamaron sobre el cuello de su amada en la ficción. Aquí, sobre este mismo escenario, Laura, hace tres siglos y a la vista de todos, esas manos querían vida. Be hace una pausa y el tono de su voz desciende. Los actores se marchaban, continúa, luego de finalizada la obra, tal como lo hacemos nosotros, por esa pequeña puerta a un costado de la escena. Esa puerta que, como bien sabemos, conduce a los camarines, en el subsuelo. Los artistas descendían, una vez terminada la faena, a la oscuridad, no de lo incierto, sino de sus propios frenos y carencias. Sí, Laura, descendían a encontrarse con sus límites, cuando en realidad muchos de ellos habían arribado, en su momento, en busca de algo más. No es éste, en el que nos encontramos, un teatro cualquiera. Vos misma has llegado desde lejos para trabajar en él. Y se cuentan historias acerca del lugar en el cual ahora nos encontramos, historias que de tanto tiempo pasado y de tanto ser contadas ya no se sabe si son ciertas, si pertenecen a la ficción, a la vida o a la leyenda. No olvidemos, Laura, le dice Be, que este lugar existe hace más de cuatro siglos. Según se cree, según el relato de antiguas voces sin nombre, tal como la del pergamino que hoy hemos leído, aquí mismo, en nuestro teatro, bajo la bóveda que le sirve de techo y lo provee de una resonancia tan íntima y profunda, de un tono y un tiempo sin igual, la vida, cuando se le ofrece una grieta, irrumpe en la escena, se suma a la escena y la toma y la retuerce y la engulle. Se hace de ella y la acrecienta hasta donde sólo la vida misma (y digo la vida, Laura, la vida, en el sentido más brutal y puro en que se la pueda aprehender) y no la ficción, puede llegar. La vida percibe o reconoce, y se dice que esto ha ocurrido en contadas ocasiones, a unos actores entramados con ella, a unos artistas que, una vez subidos al escenario, lo olvidan todo; olvidan las luces, las butacas, las gentes, los telones y las supuestas razones por las que allí se encuentran. Artistas que se olvidan de sí mismos, Laura. Artistas que se olvidan por completo, allí, subidos al escenario, de sí mismos. Es entonces cuando la vida se reconoce, cuando se descubre a sí misma encarnada en ellos y se produce el milagro. Por causa de estas historias algunos artistas, como vos y como yo mismo, fuerzan su destino hasta este santuario. Sí, he dicho santuario. ¿O qué otra cosa podría ser este lugar sino un templo? ¿No estamos, vos y yo, inmersos en un aura sin tiempo en la que el mundo de afuera, el mundo de las gentes, el de los días y las noches, comienza a desvanecerse? Los actores que hasta aquí llegaban lo hacían persiguiendo ese espíritu. Querían romper el tiempo, entregarse a la escena, lanzarse fuera de sí a través de la actuación como excusa. Buscaban escapar del entorno habitual, del trajinar de todos los días, de la línea del tiempo que nos arrastra sin pausas desde el nacimiento hacia la muerte. Y lo peor de todo, Laura, es que la muerte jamás llega. Casi podría decir que, durante toda nuestra vida, nada más somos llevados. Sí, llevados, arrastrados. Y la muerte no llega, Laura. La muerte jamás llega porque cuando sucede, en el mismo instante en que se produce, en esa mínima fracción de tiempo, ya no estamos ahí. ¿Te das cuenta? Cuando por fin lo celestial sucede, ya no estamos ahí. Sin embargo, aun de ese modo, todos ellos, o casi todos, no eran más que actores. Actores que vivían en sus personajes, vivían en sus personajes, Laura, y se estremecían bajo la luz de la escena, frente a las inútiles butacas. Pero luego corrían, huían del escenario por esa pequeña puerta y luego por la vieja escalera, pasadizo a las cobardes historias donde se refugiaban de sus cobardes conciencias, en las habitaciones del subsuelo. Actores, Laura. Extraordinarios, sí, pero actores. Intuían el dolor y el placer, pero huían. A eso se debe la infeliz vida de los actores, a que huyen. A que, habiendo rozado el infinito, escapan. Huyen, huyen hacia abajo, hacia el día siguiente, hacia la próxima representación. Bajan rápido, se escabullen a través de la pequeña puerta escondida. Bajan temblando, Laura, sin haber matado.
Laura asiente en silencio y aguarda la prosecución del relato.
En la escena, le dice Be, la actriz percibe algo extraño al ver a su amado aproximarse. Ella, la que espera ser amada como nunca antes y tal vez como jamás soñó, se agita de miedo. Y cuando es tomada por el cuello se vuelve puro miedo en las manos de él; puro miedo que desea y se aferra, con el cuello, a la mano. Puro miedo, Laura. Aquél actor no había podido dejar de cerrar sus manos sobre el cuello de la mujer, no había podido detenerse porque el momento era eterno. No le era posible porque el tiempo había dejado de correr y el pensamiento se le había evaporado. Y aún así se detuvo. Se detuvo, Laura; se detuvo y buscó la pequeña puerta con la mirada. Se detuvo y esperó el alivio y la vergüenza del final pactado, del final escrito y aguardado por todos: la oscuridad repentina, la caída del telón, la ovación de los presentes, las reverencias del elenco. ¿Cómo pudo haber sido posible? ¿Cómo?
La pregunta resuena entre las paredes y asciende hacia la cúpula del teatro. Laura, en tensión, espera a que Be prosiga.
Los actores no permanecían allí, delante del telón, ante los vítores, vivas o aplausos, más que unos segundos, continúa él. Bajaban esas escaleras con sus cuerpos perturbados, con la confusión del regreso al piso de la sala, al pasillo entre las butacas, a los subsuelos. Bajaban seguidos por la mirada del público, por las sonrisas y las palmadas del público, por el respeto del público. No imagino, Laura, un momento de horror más miserable. Yo no te hubiera dejado así. No habría abandonado la escena, no podría haberte dejado allí tirada al culminar la obra, bañada en lágrimas desencantadas, le dice, mientras la invita, con el gesto, a ascender unos cuantos escalones hacia el proscenio Yo habría caído contigo, Laura. Habría continuado hasta donde no yo, ni nosotros, sino el destino, la vida nos condujera; hasta donde el espíritu de la vida, que habla ahora en mí, hubiera podido o querido llegar. Yo habría caído contigo. No hubiera tomado tu cuello sin besarte a la vez, sin pegarme a tu cuerpo, sin sentirlo y morderlo y besarlo, sin olvidarme de todo.
Y descienden los párpados de Laura hacia la oscuridad mientras su boca se une a la de Be. Los brazos se acarician y con un estallido cae, liberado por la mano que se abre, el viejo pergamino anónimo. La escasa luz se repliega sobre los cuerpos y los empuja uno sobre otro, las pieles se deslizan y reconocen, se curvan y tiemblan con el contacto, se refriegan en medio de la penumbra del escenario, junto al pesado telón. Los besos se suceden y concentran, cubren los pliegues, los recovecos, las mucosas de terciopelo purpúreo, el interior del vacío. Cuerpos desnudos y blancos sobre la oscura alfombra, cuerpos rasgados por astillas de cristal, cuerpos que se toman los rostros, que entrechocan los pómulos, cuerpos de feroces huesos de placer. Él y ella en el abismo de las bocas, en el licor que recorre los muslos, en las mucosas que sin pausa se devoran, en el cielo que ruge inconciencia y eternidad. Cuerpos blancos entre latidos calientes, tendidos y entrelazados junto a la ropa destrozada, junto a los bordes de la vida, junto a los músculos y la sangre. Clavan las manos, abren la carne, se estremecen y gimen y lloran. Se funden en los labios, en los pechos, en los abdómenes empapados; se funden y se pierden y se sienten desmayar. Caen las cabezas, los cuerpos se aplastan, las espaldas y las cabezas golpean contra el piso y la pared, contra las columnas y los decorados, contra los vidrios del viejo pergamino, en cada convulsión de las caderas. Los pies agitan el aire; las manos como tenazas penetran los cuerpos entre súplicas y llantos, las costillas emergen desnudas, apuntan al cielo y se ensartan en la estrechez del abrazo. El animal de carne y sangre baña la fiesta de placer y dolor. El alarido de las bocas bebe del abdomen y derrama heridas sin saciarse. Los dedos se cierran en las profundidades y desgarran la carne y el espíritu. Un festejo de rojos borbotones se traga el final y amanece, entonces, el silencio.


Sólo quedan ella y él. Los demás actores se han marchado a sus hogares y la puerta vaivén, aún la misma, disuelve, entre leves oscilaciones, los aplausos y el clamor del público.
Su voz, aunque casi susurrada, resuena y se amplifica bajo la cúpula del Gran Teatro de la Corte.
“…, no quedarán, después de mí, ni otros relatos, ni otros vestigios, ni comprensión alguna. Sólo el silencio frente a los restos que por la tarde, con seguridad, habrán sido retirados.
Y el telón, recién entonces y hasta un nuevo día, habrá descendido.”
El tiempo se detiene en cada rincón apenas Verónica finaliza la lectura. Su mirada recorre las butacas vacías, las paredes en sombras, el escenario ahora tan obscuro, enmarcado por las pesadas cortinas de terciopelo. Quisiera abarcarlo todo, piensa; quisiera albergar en mí la historia y las escenas de este lugar. Quisiera que este teatro, dice Verónica, ahora en voz alta y con los brazos abiertos, fuera mi misma alma. Cierra los ojos y siente: la atmósfera de la sala, el ánima despertada por la lectura de la antigua crónica, o no sabe bien qué cosa, toma su ser y siente como su cuerpo se expande. Tal ha sido el trance que se sorprende cuando, al abrir los ojos, vuelve a encontrarse con la mirada de Georges. No lo conozco muy bien, piensa, pero puedo intuir, sin embargo, la fascinación que le ha despertado, como a mí, el contenido del escrito.
Georges roza con sus dedos el cristal que cubre el antiquísimo pergamino y guarda silencio.
Fue escrito una noche de la que justo hoy se cumplen quinientos años, le dice Verónica.
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Te espero

Te espero sentado, en el bar Odeón, frente a la plaza Flores; es una fresca mañana de Mayo. ¿Cuál es el problema? Debés estar saliendo recién de tu casa en Almagro, para venir hasta acá. Yo quise llegar temprano, con tiempo, para tomar tranquilo una rica taza de café humeante; para sentir el aroma y el calor entre mis manos antes de que llegaras. Para observar el mundo, el movimiento, toda esa gente enfrentada al tiempo y a la necesidad, más allá del marco de la ventana. El bar está bastante lleno. No son pocas las personas que recurren a este descanso, a cualquier hora que fuera, a tomarse unos minutos, a mirar, como desde un balcón, el paso de la corriente a la que se sumarán más tarde.
–¡Mozo, otro café! La mujer que espero aún no llega. ¿Y cuál es el problema? ¿Cuál, la urgencia de una respuesta? Allí, en una mesa contra la pared, bajo el espejo, un hombre gordo, de traje raído y barato -la taza de café con leche enganchada por el asa en el dedo índice de la mano derecha- se sumerge en el diario abierto y desplegado, sin esperar cosa alguna. Sólo levanta la cabeza -en breve movimiento-, para tomar aire y luego vuelve a recogerse, perfecta inmersión, en el mar de sus inmediatos intereses. El kiosco de revistas está donde debe, frente al bar, cerca de la esquina. Con la gorra calada hasta las orejas, inmune a la espiral de imágenes eternas que pone a nuestra consideración, el diariero vende. Giran a su alrededor los hechos y los rostros de cada uno de los días. Pasan frente a él, en movimiento lineal, los trabajadores, los chicos, los vagos y los adolescentes que circulan por los alrededores de la plaza. Algunos van hacia la iglesia, en la otra cuadra, a pedir dinero, o a sentarse a fumar en sus escalinatas, o a encontrarse con alguien, para luego ir de paseo. El diariero casi no despega el cigarrillo prendido de sus labios, ni alumbra la mirada, aburrida en su rostro.
-¡Mozo! ¿Qué pasó con mi café?
–Ya se lo traigo, disculpe. ¿O es que se va?
–No, no me voy, ¿por qué lo dice...?
La dirección de la mirada del mozo me señala que estoy semiparado, o semisentado, de ahí su pregunta. Según parece, me incorporé, sin darme cuenta, para reclamar mi pedido. Desde esta posición, casi parado, veo otras cosas. Al fondo del bar, una pareja de jóvenes se concentra en una charla susurrada. Sus ropas los aplastan, la oscuridad reina sobre la mayoría de los habitantes de este lugar. ¿Por qué no se realzan? ¿Por qué se muestran tan apocados al sorber sus bebidas, sin siquiera levantar la mirada? El me observa y la chica le dice algo. Es evidente que comentan alguna cuestión acerca de mi persona. ¿Qué verán ellos en este hombre de más de setenta años, qué verán ellos en mí, que me creo aún joven y elegante? Verán un viejo delgado y bien vestido, lo que a veces genera rechazo, por contraste. Unos kilos de más y ropas comunes, a mi edad, armonizarían mejor. O, quizás, comentan con curiosidad mi posición; sigo semiparado, ahora con la taza del café, que ya llegó, en mis manos. Parece que no he atinado a sentarme. Lo hago, me siento bajo el pesar de la vulnerabilidad evidenciada por el acto erróneo en medio del salón lleno de gente. Y a raíz de otros actos erróneos, quizás, es que espero tu llegada, es que aguardo, de un momento a otro, ver tu figura cruzar la doble puerta del bar, justo en la esquina, para que hablemos ya no sé de qué cosas, que se supone nos han sucedido.

Policías como niños

No podemos llamar a la policía. No somos niños, nosotros somos la policía. Pero, aún así, ¿cómo explicar el horror en el cual nos vemos atrapados, de pie, mudos y en círculo frente a una cama, dentro de un dormitorio al cual ojalá nunca hubiésemos tenido que venir?
La campanilla del teléfono me había arrancado del sueño. Semidormido y en medio de la penumbra, agarré el receptor mientras intentaba adivinar qué hora sería. El sonido de mis propias palabras, al atender, me sonó ajeno en la soledad de mi departamento.
Era de noche, era Jota, era la policía. . –Hola -la voz de mi compañero me llegó por el auricular junto a los ruidos aislados de la madrugada. -Sí, Jota, te escucho…, sí, claro que me despertaste, pero no importa… ¿Una muerte? ¿Dónde? Ah, por suerte es cerca de acá. Cuándo dejarán de llamarme a estas horas. Me saqué a tirones la remera que, empapada por el sudor, se negaba a desprenderse de mi cuerpo. El verano de Buenos Aires había llegado peor que nunca y cubría la ciudad sin compadecerse de nadie. El ventilador de techo, negro de hollín, colgaba inmóvil desde hacía meses. Cada día me prometía arreglarlo y cada día, sin embargo, me olvidaba. Parecía optar, sin darme cuenta, por dejarlo así nomás, por no tocarlo, como si todo debiera permanecer siempre igual, como si su eventual retorno a la vida pudiera alterar un estado de cosas al cual ya me había acostumbrado. La pesadez y la humedad, en tanto, insistían en el presagio de una tormenta que no se decidía a estallar. –En seguida salgo para allá, no toquen nada. No toquen nada. Tantas veces me escuché decir esas mismas palabras.... No toquen los elementos de la muerte, no toquen sus signos ni sus señales, no alteren el orden de lo que aún no comprenden. No toquen nada. No, al menos, hasta que yo llegue. ¿En qué momento me habré convertido en alguien capaz de interpretar la escena de un crimen, en alguien de quien se espera pueda desentrañar la muerte, en alguien que pasa, mediante una simple llamada telefónica, de la oscuridad del sueño propio al trato íntimo con cuerpos y destinos de otros, con vidas o muertes que no le pertenecen? Me lavé la cara mientras luchaba contra la somnolencia que se resistía a abandonarme. Al entrar al baño el reflejo de mi cara dormida y multiplicada se había vuelto hacia mí, casi imperceptible en el juego de los espejos despulidos, pero aún distinguible gracias al lunar en uno de mis pómulos, que se repetía una y otra vez hasta perderse. -Voy a dejar este trabajo alguna vez… Son años Jota, con tu mirada en mis ojos; años escrutándome mientras sueltas esa frase, siempre la misma, años a través de los cuales confirmas una y otra vez, en mi gesto, tu propio hastío. Hoy, en medio de la noche y a través del teléfono, ese cansancio se apartó de tu voz para dar lugar a un tono de urgencia y sorpresa o, quizás, de espanto.
-… ¿podrás venir en seguida? -Sí, Jota…, te acabo de decir que ya salgo. ¿Qué pasa? -Hay un muerto sobre una cama, tenés que venir ya mismo a verlo. -Un muerto sobre una cama, está bien. Pero, ¿qué más pasa?
-No te lo puedo explicar por teléfono. Vení ya, tenés que ver esto con tus propios ojos. Voy a dejar este trabajo...; las calles habrían estado desiertas, a las tres de la mañana, a no ser por este policía en busca de una muerte. La bruma velaba el reflejo de mi paso sobre la humedad del empedrado. Quizás sería mejor irme, pensé, desviar mi camino ahora, doblar en la primera esquina, bajar hasta el río y sentarme a pensar cómo seguir. Mi departamento quedaba atrás y ahí esperaría a que yo, en algún momento del día o de la noche, pudiera regresar. A que yo mismo y ningún otro volviera a colocar la llave en la cerradura para abrir la puerta de entrada; a que nada más que mi propia sombra transitara en medio de los perfiles de los muebles y llegara al silencio del cuarto para desplomarse, como al final de cada día, en la cama. Por fin, luego de un tiempo que parecía no querer avanzar, llegué al lugar de los hechos. Un viejo edificio, una esquina, una tempestad de luces celestes. Eran más patrulleros de los que hubiera imaginado. Más, sin duda, que los que acuden ante cualquier muerte perdida en la ciudad. Yo conducía mi propio auto, un vehículo civil, un modelo antiguo y ya poco común. Los agentes, atentos a mi llegada, levantaron las barreras y se apartaron para darme paso. -Tercer piso, -dijo Jota en voz muy baja, parado en la vereda junto a los oficiales de investigaciones, apenas pude llegar a donde estaban.. Luego se retrajo y, con las manos metidas en los bolsillos y la vista clavada en lo alto, en una ventana con luz amarillenta, se quedó callado.
Miré hacia arriba. Un edificio de sólo tres pisos, desgastado por el paso de los años, como la mayoría en esta zona, el bajo San Cristóbal. El techo, una cúpula abovedada de tejas negras, bastante desgastadas, confluía en un largo mástil o pararrayos. Las puertas de la planta baja, abiertas de par en par, nos esperaban.
Jota me siguió por la escalera sin decir una palabra. Juntos atravesamos la oscuridad y el olor a encierro del primer piso. En medio del silencio dejamos atrás el descanso del segundo para alcanzar, por fin, el tercero, el último, nuestro destino. Ya dentro de un departamento enorme y desolado, en la habitación principal -un dormitorio con la cama doble situada en su mismo centro-, seis pares de ojos se volvieron hacia mí. Seis pares de ojos, ni una sola voz. Seis policías sin respuestas, perdidos y mudos frente a mí como ante una aparición. En medio, la cama tendida con esmero. Sobre ella el cuerpo de un hombre, desnudo y con el rostro cubierto. Me abrí paso hasta quedar frente a él. Observé a los agentes a mi alrededor. Nadie hablaba, no me entregaban los acostumbrados reportes, casi no se atrevían a cruzar conmigo una mirada. Con cuidado le agarré una mano al cadáver, la dejé descansar sobre la mía y busqué el pulso en la muñeca, sin poder encontrarlo. No entiendo, pensé. ¿Era posible que nadie se hubiese dado cuenta? Ese cuerpo estaba tibio, no parecía visitado por la muerte. El pulso, por débil que fuera, debería haber estado ahí. Lo intenté, entonces, con más cuidado; las yemas de mis dedos rastrearon sobre la piel el más pequeño indicio de vida, exploraron las venas y las arterias, intentaron descubrir un ritmo, un sonido lejano, el susurro, al menos, del paso de la sangre entre los tejidos. Pero nada, ni la más mínima señal. Palpé entonces su cuello y busqué vida en su carótida sin encontrarla. Ese hombre estaba inerte. Inerte, acostado sobre sus espaldas, por completo inmóvil. Inerte a pesar de los músculos plenos bajo la piel tibia y rosada. Entrecerré los ojos en busca de una respuesta. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que me llamaron? Unos veinte minutos..., calculé. Y otros treinta o cuarenta, por lo menos, desde que alguien avisó a la comisaría. En total, seguro no menos de una hora y quién sabe cuánto más. Sin embargo el cuerpo permanecía como vivo, sin ausentarse, sin dejarse arrastrar por el frío, por la lenta excusa de la muerte. Seguía tendido, con el gesto descansado y las manos en reposo a la espera de la mañana para, por fin, despertar.
Estaba dormido, estaba muerto. Ascendí, detrás de mi mirada, en busca de su cara. ¿Por qué unos policías experimentados se habrían tomado el trabajo de cubrirlo con tanto apuro? Quizás también estuviesen cansados y ya no quisieran ver, ellos tampoco, lo que cada noche, oculto en uno u otro lugar, nos espera. Retiré despacio el oscuro abrigo con el que lo habían cubierto y me fui para atrás, espantado, apenas al verlo. Será por el mareo del sueño o por los jirones de noche y viento de esta pesadilla, pero los familiares rasgos del hombre se me perdían, giraban delante de mis ojos, flotaban en medio de un vahído, de un oleaje en medio del cual alcancé a ver un punto que fijaba su cara, un ancla, una cuerda que se tensaba para no soltar la amarra, una marca que señalaba el punto exacto e ineludible de esa realidad: un lunar en su pómulo. Y ahora qué. Jota rompe el imperfecto círculo de gestos mudos y se toma de mi brazo. Así es, Jota, así es, deberíamos encontrar una respuesta, no podemos llamar a la policía. No somos niños, nosotros somos la policía.
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Volar

Be empinó la petaca de whisky hasta que la última gota cayó sobre su lengua desplegada. El viejo abrió las manos como diciendo “se acabó nomás”. Be tiró la botellita a un costado y miró a través de la ventana hacia la noche.
El viejo era el encargado del edificio y en su departamentito en la terraza se reunían, desde hacía un tiempo, a tomar y hablar. Los dos vivían solos y estaban solos. Emborracharse juntos, que la primera vez le había resultado a Be un poco deprimente, comenzaba a ser algo que disfrutaban de verdad.
-Puedo volar –le dijo Be, con la vista aún perdida en la oscuridad del cielo.
En realidad, podría decirse que todavía no se conocían demasiado. Sólo se habían contado, hasta ese momento, unas pocas cosas de la historia de cada uno. Así que el viejo no se extrañó demasiado por no entender el comentario.
-¿Qué? –le preguntó-. ¿A qué te referís?
-A que puedo volar. Volar –Be le hizo el gesto de mover las alitas-. A veces, de noche, vuelo sobre la ciudad. Sobrevuelo todo y veo. Veo lo que pasa en las casas, veo a la gente.
-A ver…, vos lo que me estás diciendo es que eso te lo imaginás, que te ponés a pensar en la gente, en lo que hace cada uno allá abajo...
-No, José –lo interrrumpió Be-. Lo que te digo es que vuelo. Tengo el poder de volar, de volar de verdad. Sos el primero al que se lo cuento, dale las gracias al wiskhy.
El viejo trató de despabilarse. Los tragos lo tenían medio mareado y el rumbo de la charla le exigía un esfuerzo. Aún así, si hubiera quedado un poco, hubiera echado otro trago, la ocasión lo merecía por demás. Miró de reojo la petaca vacía, tirada al lado del sillón, y pensó en la botella de vodka que quedaba en la alacena. Pero para eso había que levantarse, y no creía estar en condiciones.
-Be…, si estás pensando que estoy tan borracho como para tragarme semejante pavada…
Pero Be permanecía serio y su mirada, que no se apartaba de la del viejo, no mostraba señales de ansiedad por convencerlo de nada.
-Mmmhhh, -masculló el viejo al darse cuenta-. Hermano, eso de volar son cosas que se le ocurren a los chicos, ¿viste?, pero vos sos grande. -Hizo una pausa, pero Be no habló-. Entonces es que estás un poco loco, me parece.
- Oíme bien, puedo ver, escuchar y entender. De noche, cuando vuelo, comprendo cosas de las que ni me doy cuenta durante el día. A veces comprendo, de una sola mirada, cosas enigmáticas u ocultas desde hace mucho. A veces entiendo cuestiones ajenas. No me mires así. Volé muchas veces, saliendo de esta misma terraza, mientras vos dormías, después de haber estado juntos tomando unos tragos.
-Oíme vos, macho –el viejo se inclinó hacia delante, tratando de no errarle a las letras, porque era importante sonar serio. El catre, sobre el que estaba echado, chirrió-. No siempre me duermo cuando te vas. Muchas veces me quedo despierto para ver qué hacés. Vos te preocupás por mí, que vivo solo en este departamentito en la terraza, yo me doy cuenta. Venís a charlar y a chupar, pero también a ver cómo estoy, ¿no? Y yo me preocupo por vos, que vivís solo, metido en tu departamentito dos pisos más abajo y que te quedás agarrado de esa baranda, medio en pedo, cuando pensás que yo me dormí, también medio en pedo. Yo estoy un poco viejo, pero me alcanza todavía para vigilarte que no te matés. Te veo muchas veces agarrado de esa baranda, hermano, y siempre me da miedo de que te tirés. Pero creeme que nunca saliste volando, por suerte. Nada más te quedás ahí parado, con los ojos cerrados, un rato largo. Ahora veo los disparates que se te ocurre pensar en esos momentos –el viejo meneó la cabeza-, menudos pedos te agarrás, ¿eh? Pero no, nunca duermo cuando te quedás ahí afuera. No me duermo hasta que te vas de la terraza.
-Veo todo –retomó Be, como si no hubiera escuchado nada de lo que había dicho el viejo-. Vuelo sobre el silencio de la noche y veo un nene tironeado por la correa de su perro bóxer, y veo una mujer que entra a la calle por la esquina, feliz con su bebé en brazos, con una sonrisa desprovista de todo lo demás, mientras una paloma desciende entre las mesas de un bar con un aleteo tenue, sin llegar a posarse. Puedo seguir segundo a segundo su aleteo, ¿me entendés? La mujer sonríe, el perro tironea y da saltitos, la mujer sigue sonriendo y camina hacia el bar. Atrás aparece el marido, contento, la paloma desciende aún entre las mesas y una brisa refresca todo mientras la luna nadie sabe dónde está. Salvo yo, que la veo cuando vuelo muy alto hacia la profundidad del cielo. La veo y a veces me tiento con seguir y seguir hasta perderme en ella, hasta dejar que me trague.
Be hizo una pausa y el viejo miró hacia la alacena, como en un intento de ir a rescatar el vodka. Pero el viento abrió de par en par la ventana y Be, atraído ahora por una visión más amplia del cielo, continuó.
-De noche hay como una música sobre la ciudad, que no siempre es buena. A veces es dolor y a veces es oscura, una mancha que no me deja ver más allá. Pero en seguida me doy cuenta de dónde proviene: una familia de cuerpos que duermen mientras su dolor flota y emana por las ventanas de la casa como una neblina de barro y cenizas. Y mientras la nube mantiene su férrea oscuridad, la ciudad hace luces y sombras, y por las calles se desplazan autos y por los cielos otras almas que también viajan, como yo. Y hay zonas de alegría que huelen a verde mojado. Como la mujer que ríe y se aleja, por ejemplo. Como la paloma que picotea y el nene que acaricia al perro. Los árboles mueven sus ramas, la noche gira sobre sí misma y yo, a veces, perdido en mi travesía, recuerdo la terraza y busco regresar.
El viejo se había parado y servía dos vodkas. Calientes, nomás, porque el hielo se había acabado. Estás reloco hermano, pensaba.
-Pero el vuelo es cierto, -prosiguió Be, como si hubiera escuchado el pensamiento de José-. Vos me ves ahí parado junto a la baranda, pero es sólo mi cuerpo. Yo estoy más allá, volando. Y lo que veo lo veo con mi alma que vuela, efectivamente, sobre la ciudad. Si algún día me ves caer, no es que me tiré, es que no volví.
Be dejó de hablar y José, el viejo, se quedó mudo con el vaso en la mano. No era momento de decir nada, pensó. Era mejor escuchar a su compañero, pensar, tratar de entender. Hasta el día de hoy no me había parecido que Be fuera ningún loco -se dijo mientras echaba un trago-.
Be se levantó y apoyó una mano en la pared para no caerse. Después, al sentirse más estable, encaró hacia la terraza.
-Vení, vamos afuera –le dijo.
-¿Afuera? Macho, no estarás pensando en hacer alguna pelotudez, ¿no?-.
-No. Vení conmigo.
Salieron a la noche. El viejo miró la terraza vacía y luego la oscuridad del cielo. Unas estrellas prendían y apagaban su brillo y a José se le antojó que otros seres los llamaban desde planetas lejanos. Miró entonces a Be, mientras caminaba a su lado en dirección a la baranda, para comprobar que no se hubiera dado cuenta de las boludeces que ahora a él mismo se le ocurrían.
El murmullo de la noche crecía a medida que se acercaban.
-Agarrate con las dos manos y cerrá los ojos, le dijo Be.
El viejo le hizo caso.

Imposible

Absolutamente imposible. Por más que le buscara la vuelta, no había manera de rezarle a nadie. Él, el mismísimo Dios de los Cielos Futuros y Señor de las Cosas aún Inexistentes, sentado frente a su almuerzo recién servido, sin sospechar ni por asomo la naturaleza de su propia e impar identidad (como suele suceder con quienes son grandes de verdad) ni tan siquiera intuir, en sueños o premoniciones, el extraño destino al que se encontraba sujeto, descubría en Sí Mismo el deseo de contar con un ser superior, el anhelo de una imagen a la que adorar, de una voluntad perfecta, de una presencia que lo guiara, lo protegiera y a cuyos designios someterse.
¿Por qué no habría de sentirse así, solo y un tanto compungido, si nada existía y nada había existido, a no ser por Él Mismo y su sencilla casita-cúspide?
Tal vez lo que necesitaba fuese, en realidad -aunque Él ignorara o no se hubiera puesto a pensar en estos posibles motivos-, algo más simple y comprensible: una compañía, un alivio para su ya casi eterno aislamiento. O, quizás, el origen de su inquietud fuera más complejo: la necesidad de un Algo que lo explicara, de una historia, de una posibilidad o hipótesis, de un principio o de una traza de luz y sentido que le permitiera entender su propia existencia.
Imposible. Miró, aburrido, a través de la ventana de la cúspide, mientras exageraba un bostezo. Sin novedad. Lo rodeaba la misma completa nada de cada día o, para ser más exactos, la misma completa nada de siempre, ya que el día y la noche aún no habían sido creados.
Pues bien, las cosas estaban así, tal y como las escucháis: no había tiempo ni sol ni tierra ni giros planetarios. Y no existían los mundos y no existía el aire y no existía el vacío.
¿Desde cuándo permanecía Nuestro Señor en esa soledad, en ese limbo, en esa existencia recortada de dato extraviado, de potencia huérfana, de ángel caído? Pues ni Él lo sabía. Y si Él no lo sabía, creedme, pues entonces nadie, ya que nadie más existía.
De tanto reflexionar acerca de dichas cuestiones, el Divino se angustió un poquito. Enjugó unas lágrimas con el dorso de su mano, a la que luego sacudió, y éstas volaron lejos. Vio, con asombro, cómo estrellaban su vuelo unas contra otras para luego deslizarse a través de un espacio sin cuerpo ni límites. Y ese espacio, capaz sólo por milagro -aceptad, por favor, dicha posibilidad-, y sólo en ese mero instante, de entrar en contacto con algo, devino, merced a la fusión con los lloros divinos, en un azul oscuro e inmenso englobado por un zumbido total, profundo e inaudible.
Aturdido por la novedad de los cielos y del silencio, el Uno giró en su silla para buscar, idea absurda, una explicación en derredor. Y si bien nada encontró, unas cuantas gotas de sudor, que de su brusco giro se desprendieron, volaron sin resistencia hasta manchar de plata refulgente, aquí, allá y acullá, la inacabable noche.
Bueno, ¡quién lo hubiera imaginado!, hechos muy extraños acudían, de modo repentino, a distraer su prolongada soledad. Excitado e incrédulo, daba cortos y nerviosos pasos de un extremo a otro del bonito y sencillo living de su hogar-cúspide, en procura de poner algún orden a sus ideas. Al menos un poco de orden, se decía, sería perfectamente bienvenido, dado el caos en el cual, sin comerla ni beberla, me encuentro inmerso. No me quejo…, no me quejo…, no es que me queje -decía para Sí, ¿para quién otro si no?- que bastante aburrido me encontraba. Pero bueno, hay que ver cómo demonios abarajo esto que se viene.
Se detuvo entonces y, afirmándose con ambas manos en el alféizar de la ventana, vociferó: -¡Pues que se haga también la luz, ya que estamos!-. Pero nada ocurrió.
-¡¡Dije que se haga la luz, carajo!!-
Y nada, nada de nada, así que arrojó con violencia y en cualquier dirección más sudor y también saliva –deberíais haberlo visto, puesto a girar a toda velocidad en su silla-, además de nuevas lágrimas proporcionadas por una ira creciente, para ver qué pasaba. Pero nada, otra vez nada.
Es que el Señor de los Cielos ignoraba no sólo Su propio lugar en el orden cósmico, sino también algunas cuestiones básicas y esenciales como, por ejemplo, que ese instante del espacio y del tiempo correspondía a la recién nacida Noche, a la primigenia y rudimentaria Oscuridad. Entonces, más allá del esfuerzo realizado, no era el momento para que una fuente de luz se hiciera presente, ni para que el primer día, el primero de todos los días que vivirían en el universo, comenzara a escenificar por siempre la ficción del tiempo y el juego de los ciclos, las edades y las horas. Sólo mucho después, al despertar luego del sueño, podría apreciar los resultados de aquella, en apariencia, furiosa y estéril faena nocturna frente a la ventana. Pero no os apresuréis, ansiosos diablillos, ya llegaremos, más adelante, a ello.
-¿Nada más podré hacer, sólo un tonto decorado de nubes y estrellas? -se preguntaba Nuestro Señor, poseído por una comprensible excitación, y ponía nombre así, de paso y sin darse cuenta, a dos de sus recientes creaciones celestes-. -¿En qué cambia mi vida con esto? –prosiguió-, continúo aquí, rodeado de la misma pequeña mesa, la misma silla de toda la vida, mi cama, siempre deshecha, ¡y esa maldita ventana que no da a ningún lado salvo a esas recientes nubes y estrellas de las que me cansaré, a no dudarlo, en menos de lo que canta un gallo, para el caso de que en algún sitio existieran los ridículos gallos! (os señalo aquí, en maldita ventana, la referencia que hace el Señor, en medio de Su proverbial y bien conocida furia, con seguridad por vez primera, a la existencia del Mal, Su futuro e imperecedero oponente en la conquista de las almas)
-Heeeyyy, holaaaaa, -proseguía-. -Ya no doy más, necesito escuchar otra voz.
El buen Dios, con el torso por completo fuera de la ventana, gastaba buena parte de sus energías en un tremendo grito, mas la persistente noche le regresaba sólo silencio y resignación.
Un nuevo bostezo le reavivó el deseo de sumergirse en el olvido o, al menos, en el consuelo del sueño. Ya se introducía en la cama cuando, quizás por su tibieza, por la suavidad de las sábanas o por el dulce abrazo del colchón, su pensamiento volvió sobre el deseo de un dios al que adorar y seguir. ¿Sería capaz de crearlo al despertar, mediante el empleo de Sus nuevos y raros poderes o habrían sido estos un fenómeno efímero, una suerte de vívida fantasía de la que pronto no quedarían rastros? Ya fueran las cosas de uno u otro modo, se dispuso a un buen descanso para luego, con nuevas fuerzas y mente despejada, intentarlo.
-¿Y cómo sería este dios? –se preguntaba, ya bien arropado, mientras miraba el cielorraso con ojos soñadores-. -No tengo idea del aspecto de alguien que no fuera yo. Habrá de ser entonces, por fuerza, parecido a mí. ¿De qué otro modo si no? Lo haré robusto y no muy alto, de fuertes huesos y largos cabellos. Además, tendrá una cabeza soberbia, como la mía, y una expresión poderosa, o mejor aún, ya que estamos –se entusiasmó el Creador-, todopoderosa.
Si bien los sucesos recientes parecían un juego (aunque os cueste creerlo, Dios no sabía con exactitud, ni mucho menos, lo que había hecho. Muy por el contrario, el Eterno suponía que sus habilidades eran meramente decorativas y, sus productos, nada más que una suerte de dibujos o pinturas muy especiales) resultaba mucho mejor que la Nada, reflexionó. Y en medio de tales cavilaciones, cansado y entusiasmado como un niño, comenzó a quedarse dormido.
Las horas del sueño fueron una fiesta de imágenes enredadas a sus ilusiones; entre ronquidos e inquietos giros sobre Sí Mismo que a diestra y siniestra desarmaban el lecho, desfilaron rostros y formas cambiantes, múltiples figuras más o menos parecidas a Él, pero que habitaban un mundo bello, suspendido y esférico, pleno de extraños paisajes y de colores jamás vistos. Verde, Rojo, Amarillo, Azul y Blanco se combinaban y superponían en diversas formas y daban lugar a una variedad armoniosa e inabarcable. Las figuras humanas (le gustó la nueva palabra: humanas. Sugiere algo blando y misterioso, pensó) erraban con expresión de desconcierto por un Nuevo Mundo que se desplegaba más y más allá a cada instante. Los hijos de sus sueños, de diversos aspectos, tamaños y habilidades, cobraban vida bajo el resplandor de una amarilla e inmensa bola de fuego suspendida en lo alto, que fuera a saber uno de dónde diablos (¿Diablos? ¿Dije diablos? ¿What could be that?, se interrogó a Sí mismo con sorpresa, una vez despierto y al recordar lo soñado, sin notar, ingenuo y distraído como era, que además acababa de inventar, como si tal cosa, una nueva lengua).
El despertar lo inundó de sensaciones: perfumes de flores, olores de animales, vientos, sonidos lejanos y lluvias que derramaban voces desconocidas.
-¿Por qué tanta cosa? –se preguntó, asombrado y divertido-, yo sólo, en verdad, quería procurarme un dios.
Pero mucho había ocurrido en su sueño y las reminiscencias del mismo, demasiado tangibles, lo invadían en plena vigilia. Como en una visión, se presentó ante Sus ojos la imagen de Sí abocado, en duro trajín, a delinear una forma humana con la oscura substancia que cubría la superficie de aquel extraño planeta de sus sueños. (¿Planeta? ¡Qué día tengo hoy! También muy bonita palabra…, planeta…, pla-ne-ta –ok, también silabeamos, rió-. ¡Me encanta la palabra planeta!)
Pero el caso es que, como podéis daros cuenta, Su ansiado dios no afloraba por ningún sitio, y aquellos humanos y los diversos animales soñados no parecían dar con el supremo perfil que imaginaba.
-¿Seré capaz de dibujarlo o formarlo de manera que sus ojos brillen como los míos y como esas estrellas que me distraen e iluminan a través de la ventana? Entre paréntesis, en cuanto pueda me abocaré a inventar las cortinas-.
En tanto, la luz del cielo nocturno, ya toda una novedad en sí misma, viraba con ligereza a un brillo más claro y potente. Dios, con la cabeza hundida en su mullida almohada, aún no terminaba de despabilarse del todo, de emerger con esfuerzo de la noche más curiosa que hubiera tenido, cuando el brillo de un sol imparable, la bola de fuego de sus sueños, lo aplastó, enceguecido y aterrado por aquél fenómeno desconocido, contra el respaldo de la cama. Una de sus manos, cubierta de barro, recién entonces lo notaba, se alzó para protegerle los ojos.
Ya más calmo, y en medio de un atisbo de comprensión, pudo apreciar el abrazo del calor sobre su cuerpo. En seguida, tieso de fascinación y temor, se encaminó hacia la ventana. Allí afuera, en medio de una luz dorada, bullía el mundo que Él había creado. Lo contempló con alegría, orgullo y congoja. Era un mundo bello y pleno de vida, pero sin el dios de sus anhelos.
Se retiró de la ventana, corrió las pesadas cortinas recién concebidas y se dispuso a descansar.
El tiempo había comenzado.

El camino al cementerio

Yo pensaba que la cárcel era peor. A uno siempre, antes de conocer, le parece que estar encerrado no se soporta. Pero, la verdá, se está tranquilo. A la mañana me levanto sin nada que me apure, sin nadie que me hable, me pida cosas o me diga lo que tengo que hacer. La ventanita con barrotes da hacia el campo, se pueden ver las casas, los árboles y los sembrados linderos a los lugares por los que yo andaba. Es una celda para mí solo, cuatro paredes, un colchón y me traen de comer cuatro veces al día, já. Eso sí, hace mucho calor, el aire no se mueve y ni siquiera se asoman los bichos entre las grietas del techo. En mi casa al menos había un ventilador.
Yo no tengo problema, que se tomen el tiempo que quieran. Ese cadáver que buscan, les dije que miren atrás de la casa del viejo, entre el trigo. Tuve que decirles que fueran a mirar ahí, si no, no me dejaban tranquilo. No sé por qué están tan seguros de que yo lo hice. Que sospechen también de él, del viejo.

Hacia el oeste hay un camino polvoriento, más vale un sendero. Sale del pueblo por un costado, pasa por el cementerio y sigue hasta terminar en la quema. Lo bordean árboles altos. Incluso desde la celda se pueden ver sus copas frondosas, que dan mucha sombra en verano. El camino lleva solamente a esos dos sitios, pero si uno se va para la izquierda y camina un poco llega a la casa del viejo, un rancho aislado y medio perdido, ahí por donde ralean las chacras y empieza el campo.


Las calles del mediodía habían sido despojadas de vida por la fuerza de un sol que brillaba sereno, como si nada hubiera ocurrido. La señora cruzó con pasos cortos y ligeros, los labios apretados, la vista clavada en la vereda. Con una mano se sostenía el cabello, que se le venía a la cara. Llegó a destino y tocó el timbre. La puerta se abrió y allí, claro, estaba la madre. Que quiso decir buenas tardes, pero no la dejaron.
–¿Está su hijo?, preguntó, sin siquiera saludar.
(Yo soy el hijo. Atento, en mi cama, a través de la puerta cerrada.)
-No, no está, ¿qué pasa?
(Mamá no le quiere decir que duermo a esta hora)
-¿Y mi hija? ¿Está con él? ¿Usté la vio?-.
El mechón le tapa el ojo derecho, se aguanta el llanto y escupe la voz como puede. El hijo escucha inmóvil entre las sábanas, en su cuarto de paredes peladas donde nunca ha colgado alguna cosa, ni siquiera un espejo.
-Dicen que ayer la vieron con él. Por allá atrás -señala con el brazo hacia el campo, sin dejar de mirar al frente.
-Yo no sé (mi madre suena asustada). ¿Por qué, pasó algo?-
–Que mi hija no vino, desde ayer que no vino -responde la otra madre-. ¡Traigaló a ése, su hijo, mejor que lo traiga ahora mismo! –dice, mientras se sacude las lágrimas-. -¿O no sabe que ya una vez que estuvo con él la nena me volvió toda golpeada?
(La ventana, me tendría que escapar por la ventana. Mentira que la golpié, yo no hice nada, a ella le gustaba… ¿Y cómo que desde ayer no volvió? Si yo la dejé ahí donde estábamos, toda blanda, relinda, pálida, tirada entre el trigo.)
-¡Cállese! El hijo mío qué va’cer si nunca se trata con nadie, ¿no sabía usté? Yo que sé (mi madre está a punto de llorar), busquenlá, ya les va a aparecer –dice, mientras las lágrimas le saltan y se ladea para cerrar la puerta-. Vuélvase a su casa; esa chinita suya, también..., vaya a saber en qué anda -le masculla por lo bajo, mientras se seca unas lágrimas con el dorso de la mano y mira, de costado, la habitación del hijo.
-¡Escondaló si quiere, que voy a venir con la policía!
Una madre se encierra en su hogar; sus ojos ni se atreven a mirar hacia el cuarto del hijo. La otra, en la calle, encara el pueblo en busca de ayuda.
Puerta del cuarto cerrada. Silencio. Se queda quieto, abrazado a la almohada y con la cara contra la pared, como dormido, por las dudas. Prefiere ni salir a almorzar. Si no me ve, mamá no se va a animar a entrar acá a preguntarme nada. Mejor dormir.


Otra vez el timbre. La mano angustiada de la madre toma el picaporte.
-¿Qué es lo que está diciendo?, -pregunta, desencajada, frente a la puerta de calle abierta a medias, con el repasador en la mano y los cabellos pegados a la frente por la transpiración. Como si no fuera suficiente con el calor del verano, una nube de vapor la sigue desde la cocina, donde hierve el agua de los fideos; ya falta poco para almorzar.
-Su hijo, señora, calmesé, se tiene que venir con nosotros a la comisaría, está acusado de homicidio.
Salgo de mi cuarto a comprobar lo que oí. Mi madre, pálida, me mira para que le diga algo. Pero no abro la boca, qué le voy a decir. El policía me agarra el brazo y me lleva a la vereda casi alzado, como si yo fuera un extraño, como si no me conociera de acá del pueblo, como si no nos cruzáramos por la calle todos los días. Entre lágrimas, mi madre amaga interponerse, pero el cana la planta en el lugar con un gesto.
En la calle el sol me pega de lleno en los ojos. Medio encandilado veo a los vecinos, vecinos de toda la vida, con los ojos clavados en los míos, me miran raro, como enojados, pero no me sostienen la mirada. Parece que les diera miedo, no me saludan ni dicen nada. El cana de bigotes me empuja y yo los miro por encima de su hombro. Todos los ojos en silencio sobre mí. No les da vergüenza estar viéndome como si fuera una cosa. Me miran y no les importa nada, ni lo que pienso, ni lo que pasó, si es que pasó algo. No les importa mi vieja, que está ahí en la puerta llorando, no les importa nada. Lechosos asquerosos. No va a faltar alguno que corra a contarle a mi padre en cuanto el auto arranque y me lleve. El de bigotes se me sienta al lado y el otro se pone al volante, parece que ya nos vamos para la comisaría.
Justo antes de salir miro hacia la casa de enfrente, la de mi otra chiquita. Tiene la persiana baja, pero seguro que está ahí detrás, vichando por entre las rendijas. No sale porque estuvimos juntos y supone que todos lo saben, o capaz tiene miedo de que se den cuenta, de que se enteren de nosotros, con más razón ahora, que me lleva la policía. No es bueno haber estado con alguien que se lo llevan, y menos acá, en este pueblo chico. Pero capaz no le importa, capaz ahora se entusiasma más todavía, hay chicas a las que les gusta estar con tipos así. Ésta es medio rara, ya me di cuenta desde el principio. Pero ahora va a tener que esperar a que me suelten, pero total, si algo le sobra es tiempo, que empezó de pequeñita, la pequeñita. Si no hubiera venido la cana a buscarme, capaz que en un rato estaba rumbeando para el campo con ella.


Linda tarde, las nubes flotan despacio, gordas, blancas, rozagantes. Una de ellas se detiene frente al agujero que hace las veces de ventana de la celda. Tal vez sea la misma de aquél día en que, como era habitual, escapó de su casa, con el sol de antes de las doce pegando de lleno. Había pedaleado unas buenas cuadras antes de echarse de espaldas sobre el trigo, a un costado del camino.
Ahí me gustaba, quedaba bien oculto por la altura de las espigas, ni manera de que me vieran. Mi padre, si alguna vez hubiera querido salir a buscarme, habría vuelto a casa con las manos vacías. Justo desde esa posición lo vi venir al viejo por primera vez.
Era un mediodía agobiante cuando contempló, por entre las plantas de cereal, la espalda flaca del viejo que se alejaba hasta perderse. El viejo le caía natural al sendero, demasiado natural. Parecía un árbol seco, o el camino mismo, puesto a andar. Su cercanía lo inquietaba, le daba miedo. Entonces se lo imaginaba bien muerto, tirado entre los árboles, con las moscas meta volarle encima, seco y duro, como cuando se moría un perro o un gorrión.
En un par de minutos se le perdió de la vista sin haber notado su presencia, tan bien oculto se encontraba entre el sembrado. La nube, por el contario, se mostraba reluciente, suspendida justo arriba de él y a la vista de quien quisiera. Era tan blanca y brillante que los pocos bordes grises que mostraba lo entristecían. Pero él se sentía atraído, casi hipnotizado, por las bullas inmaculadas plenas de luz. La miraba tan fijo que olvidaba incluso dónde se encontraba. Y el silencio del campo, con el siseo de la brisa sobre el trigal, parecía elevarlo hasta empaparse de nube, hasta quedar suspendido en ella. Ahí mismo, sin dejar de mirarla, se quedó dormido.


Desde siempre, toda la vida, que yo recuerde, el viejo se cruzaba el pueblo hacia el mismo lugar: la carpintería de mi padre, donde trabajaba. Mi padre lo trataba bien, a veces hasta se le arrimaba para hablar, le daba un par de indicaciones y después, prontito antes de volver para el fondo del taller, le preguntaba cómo andás. A mí, que yo recuerde, nunca me preguntó cómo andás. Yo, de chico, lo veía enorme y de mirada mala, agresiva. Lo observaba sin que él me viera, escondido entre los tablones de madera apilados por todos lados. Yo a veces me pasaba la tarde ahí, si alguien se daba cuenta no me prestaba atención. A veces él me descubría, ahí abajo, agachado, y me clavaba los ojos sin cambiar la cara ni decir nada. Yo me quedaba medio asustado, medio no sabiendo si estaba enojado conmigo, si le molestaba que estuviera ahí o si no me había visto. Como él siempre estaba pensando en alguna otra cosa, aunque hubiera cruzado la mirada con vos, nunca sabías si te había visto o no.


Mi padre.
Alto, pelado, siempre nervioso, con una panza en forma de huevo apretada por el cinturón negro de cuero. La hebilla del cinturón era de metal, pesada. Y dolía.
-Si no vas a venir a trabajar, tenés que estudiar, -me decía-. Y si no, no sé, jodete, quedate por ahí nomás, morite de hambre, a mí que mierda me importa. Y vos, mujer, dejalo, no le pasa nada, ya es así, no te querés convencer.
-Pero mirá que..., -intentaba mi madre.
-No me jjodasss -le siseaba él, con los dientes apretados, el puño cerrado, un vaso con vino en la otra mano y el tufo a alcohol, cigarro y comida flotando entre los dientes.
-Me voy a la carpintería. Dejalo, que se pierda, que ande por ahí, que haga lo que quiera, a mí que me importa. Que se pierda, dejalo.
Y la mujer lo dejaba, porque parece que no había nada que hacer. Y el padre salía nomás, rumbo al bar o a la carpintería, a ocuparse de sus asuntos.

Una vez, en la carpintería, mi viejo estaba enfurecido, no me acuerdo por qué. Me pasó por al lado cuando yo, para variar, estaba escondido entre dos montones de madera. Le quise decir algo porque pensé que venía contra mí, pero apenas abrí la boca pegó de repente y con todas sus fuerzas, con un listón que traía en la mano, sobre una pila de maderas justo al lado de de donde yo estaba. El ruido fue terrible y otro hombre que trabajaba en la carpintería se vino de un salto porque sabía que yo andaba por ahí y creyó que mi padre me había matado de un golpe. De un golpe seco y rápido, para no fallar, para que no se le escape. Como a una cucaracha.


El viejo.
Se despertaba cada mañana en una habitación casi de tierra, junto al parco ladrido de sus perros. Ellos le caminaban en círculos apenas habría un ojo, pero él no les prestaba atención, no les regalaba una mirada siquiera. Saltaba de la cama de un solo movimiento para clavarse en el piso como un cuchillo, flaco, tenso, firme y descalzo sobre el suelo. Apuntaba de perfil contra el calor, al emprender el camino.


Yo.
Toda la vida dormí como un animal. Me desmayaba apenas al acostarme para abrir los ojos, como quien vuelve de la nada, por la mañana. Pero con todo este asunto comenzaron los sueños. Es curioso, desde que estoy encerrado no volví a tenerlos y puedo dormir mejor, como Dios manda, diría. Eran sueños raros. Primero estaban los cuerpos, de olor a tierra seca, muertos, con los rostros hundidos por los golpes. Había uno distinto cada noche, tirado sobre el polvo, en medio del sendero. Con el cadáver a mis pies, yo barría con la mirada todo alrededor: el comienzo del camino, allá donde termina (o empieza) el pueblo, los sembrados a izquierda y derecha, el brillo caliente y ondulado, apenas visible, de la ruta, y más allá, apagado por la distancia, el ladrido de unos perros. Los rostros de los cuerpos, por lo poco que se podía distinguir, me resultaban desconocidos. Al tiempo la cosa cambió: había una completa oscuridad, oía gemidos rítmicos y uno y otro y más golpes secos. Había olor a transpiración y a sangre. Yo sentía los brazos cansados y me dolían los nudillos. Después, los golpes paraban y de nuevo el silencio. Yo buscaba un rostro entre mis puños, o debajo de mí..., pero nada.
Me despertaba angustiado e inquieto. No sé si estos sueños serán algo común a mi edad. Aparecieron, creo, poco después de que el viejo flaco me encontrara con ella que ahora está muerta y a mí, desnudos en el trigal. Todavía me parece escuchar el revuelo de trinos. Hay por aquí montones de pájaros pero, en mis sueños, ahora, se escucha nada más el silencio. Salvo por los perros, que no dejan de ladrar.

.
Dormir.
Ya es la mañana y golpean la puerta de la celda, le gritan levantate, hay visita. Se despierta confuso. ¿Durmió toda la noche, o, por el contrario, la pasó en vela, con los ojos abiertos, pensando… o recordando? Ve la boca de ella que ríe, hay sangre en un labio y en un hilo de piel clara, la habré mordido; se ve plácida. Y ve al viejo, ¿qué hace ahí con nosotros, aparecido de la nada?


-Hijo, ¿no vas a recibirme?, el rostro de la madre, una tristeza, lo saluda; pesada puerta del encierro se ha ocluido detrás.
-¿Alguna novedad de ella?
- No, hijo, no aparece -casi que lagrimea, no lo mira, se frota el muslo con la mano-.
Él la contempla (que raro verla parada acá en medio de mi celda y no en su cocina, frente a las ollas)
-Te van a sacar, hijo, porque no encuentran nada.
(¿Nada...? ¿Pero cómo?) –Que busquen en lo del viejo, tiene que haber sido él (quiero que venga mi padre),…creo.
La madre se inclina aun más y reprime una pregunta en medio del sollozo.
-Mi padre, que venga, quiero hablarle,
- No (tu padre se avergüenza, no quiere verte) -ella niega con la cabeza- hijo, no sé…
-Que venga.
-No, hijo, dejalo, ya sabés cómo es.
-Si no viene, no diré nada.


Con el pecho vacío por el dolor, la mujer desanda las pocas cuadras hacia su hogar contra el silencio de los vecinos, que se interrumpen al advertirla. Su hijo tiene algo para contar, la vida se le hunde.


La cárcel.
La nube no se ha disuelto ni se ha marchado. Por el contrario, jamás ha dejado de estar presente y encierra, entre sus canales, burbujas y remolinos, las imágenes de todo lo ocurrido. Incluso ha permanecido allí, con él, frente a la pequeña ventana, para asistir a la visita, obligada, del padre.
-Padre, así que ha venido a verme.
El padre se acomoda la cintura del pantalón y aguanta en silencio, junto a la puerta, más cerca del agente que los acompaña que del hijo. Mira, inquieto, a uno y a otro.
El hijo (padre, cuánta ansiedad, ¿qué ocurre?) se aproxima y le susurra al oído, rozándole un poco la piel con los labios:
-Pude haber sido yo. O no, no lo recuerdo.
-Ahí, donde nos mandaste a ver, en lo del viejo, no hay nada –le informa el policía, complacido con la prolongación del misterio-. Nadie ha visto nada, no hay cuerpo, la tierra removida sólo ocultaba huesos de perros. Ni siquiera al viejo lo encontramos. Así que agarrá tus cosas nomás –le señala la puerta con el mentón-, t’estás yendo, quedás libre.


El padre se ha marchado solo y rápido para el taller, sin mirar hacia atrás. La madre ha preferido esperar a su hijo dentro de la casa, con el almuerzo -seguro que sustancioso, como es costumbre, a pesar del calor que no afloja-. La prisión se abre para dejarlo ir.


El sendero.
Anda con paso liviano, el pasto ha crecido bastante y está todo mucho más verde. Sale del camino para cruzar los sembrados (no han buscado bien. Seguro fueron y miraron la casa y alrededor de la casa nada más, no buscaron en la parte de atrás, más allá, por donde no queda nada).
La luz escasea, el sol ya atraviesa la línea del horizonte en su viaje de cada día hacia nuevas regiones. Las formas abandonan su nitidez diurna y se agregan al aire para esconder su presencia.
El rancho vacío del viejo, apenas visible, queda atrás. El campo es la noche, una oscuridad coronada por el zumbido de miles de chicharras que jamás se dejan ver.
El trigo se tuerce a su paso, cada vez más lento por la penumbra. Por fin, entre una mata de arbustos, encuentra lo que busca. Sus ojos sonríen al vislumbrar los cuerpos del viejo y la niña, golpeados y lastimados, uno junto al otro, desnudos y lejos de todo.


Silencio.
Se aparta del lugar y se deja caer de espaldas sobre el suelo. El viejo no va a ir más a la carpintería. Já, capaz que ahora empiezo a ir yo. La nube blanca, única señal de su presencia, flota justo arriba.
Tal como siempre, sin dejar de mirarla, se queda dormido.
FIN