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domingo, 2 de enero de 2011

Mediodías en el Eccleston

Pongamos las cosas en su lugar. Almorcé, cada día de mis 4 años en el colegio, en el colegio. Me acuerdo con precisión de la Sra Mary. De ningún modo era fea. Era una morocha sólida y rolliza, de cara normal e incluso agradable, pelo negro lacio hacia atrás, con generosas tetas que acompañaban a la perfección, brindándole solidez, el movimiento del brazo allá en lo alto con la gran bandeja plateada. Recuerdo bien esa bandeja llena de milanesa cortada en pedacitos. La servía con una espumadera. En algún momento del almuerzo -mesas larguísimas llenas de chicos- volaban unos pocos panes en ráfagas a discreción que comenzaban en cuanto la Sra. Mary nos daba la espalda. Había que ser preciso, tenías tiempo de arrojar uno o dos y tratar de evitar el que te volvía antes que ella se diera vuelta. Si te agarraba te llevaba para la cocina, y no me acuerdo que pasaba ahí pero no me surge ninguna sensación desagradable.
Después venía el recreo largo, que duraba como una hora y media y era lo mejor. Fútbol a morir. Al rato, transpirados y sin fuerzas, sentados en el piso y apoyados contra la pared, nos entreteníamos y nos manchábamos con las moras caídas del árbol, mientras el pobre ceibo del rincón era ignorado por todos.
Algo de mágico y secreto tenía ese espacio, el del mediodía. Los que no se quedaban a almorzar se iban a sus casas; nosotros, los que sí, tomábamos posesión del lugar y el colegio era otro.
Un par de horas después, cuando los de afuera volvían para el turno tarde, todo parecía regresar a la normalidad. Subíamos las escaleras en fila y los varones nos agachábamos para apreciar mejor, en lo posible hasta su lugar de origen, las piernas perfectas de Miss Maddox. Pero los que habíamos permanecido en el colegio aún no aquiétabamos las sensaciones del almuerzo. Cruzábamos fugaces miradas, durante la primer hora, como silencioso comentario acerca de algo de lo vivido. Y compartíamos la suerte de que, al día siguiente, la magia recomenzaría.

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