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domingo, 2 de enero de 2011

Las Nu

-Man, vení, mirá, ¿esas son?
Fernando me clava el codo en el costado, pero casi ni me doy cuenta, o me doy cuenta pero mi cabeza está en otra cosa, en la misma cosa que la de él, así que no conecto como para contestarle.
-¿Son esas man?, vení, mirá –insiste.
Es que estábamos todos a la expectativa, desde hacía un par de semanas, porque se supo que estaban por desembarcar en el colegio dos nuevas e ilustres alumnas: las Nu y Eve. Sí, Nu y Eve, de la tele, las mellicitas del Nueve. Y el día había llegado. Las Nu, como ya les decíamos para acortar un poco, estaban en cuarto, pero las íbamos a poder ver en el recreo.
A Fernando lo conocí acá en el Newbery hace uno par de meses, nada más. Habíamos venido a parar a este colegio junto con unos amigos ya empezado el primer trimestre. Es que nos habían echado del Moreno. Bah, en realidad no llegaron a echarnos, nos recomendaron con fuerza la renuncia. Un compañero nos había denunciado por una joda que le hacíamos: cuando estábamos de ánimo lo agarrábamos como si fuera un tronco, entre tres o cuatro, y lo balanceábamos a través de la ventana del primer piso hasta que le quedaba la cabeza y medio cuerpo más afuera, mientras cantábamos se va para abajo, se va para abajo. Todo bien, no pasaba nada, nos cagábamos de risa, pero un día se nos aparece en el aula, en medio de una clase, la rectora con los dos preceptores, dos chabones caretas con los que traíamos una relación un poco tensa, digamos. Se paran frente a la clase, lo llaman a Cardozo, el de la ventana, y uno de los preceptores le dice: señalá quienes fueron. Y el hijo de puta nos señala al Turco, a Dizzy, al Rolo y a mí. ¡No lo podíamos creer! ¡Cardozo traidor! Si no nos caía mal; en realidad nos resultaba simpático, lo agarrábamos a él porque era reliviano y chiquito, nada más. Es verdad que había que correrlo porque no quería dejarse atrapar y cuando lo teníamos pataleaba un poco, pero después no decía nada, jamás se nos hubiera ocurrido que podía molestarle tanto. Resultó un pálido el loco. El asunto es que nos llevaron para rectoría, nos cagaron a pedos, nos recordaron que estábamos sospechados de haber puesto arena en el carburador del auto de uno de los preceptores dos meses atrás, y nos exigieron la renuncia. Yo creo que no nos echaron de una porque no éramos malos alumnos y porque se habrán dado cuenta, cuando hicimos nuestro descargo, que a Cardozo lo queríamos, no se lo hacíamos de mala onda. Además, sabían que éramos chicos sanos, buena gente. El asunto es que nos obligaron a irnos de nuestro amado Moreno; un garrón porque estábamos desde primer año y era un cole copado, pero al final resultó que nos hicieron un favor increíble. Creo que habría que hacerles llegar a los dos amargos esos la info de que la estamos pasando genial. A Cardozo no; en un punto lo entendemos al loco. Pero igual podría habernos dicho.
El asunto es que a lo pasado pisado, había que poner manos a la obra. Entre los cuatro analizamos la situación: cuando te echan de los colegios normales tenés dos opciones: Newbery y Sobremonte, dos reductos privados pero que costaban poca plata y recibían con las puertas abiertas no sólo a expulsados sino también a repetidores. Hay que aclarar que al Sobremonte, por alguna oscura razón, van más los expulsados que los repetidores; es como un poco más denso, la cosa está más concentrada, viene a juntarse ahí la pulpa del asunto, es un nivel más abajo en el inframundo. Luego de prolija evaluación decidimos no ir directo a capas tan inferiores y elegimos el Rawson, justo enfrente del Parque Rivadavia, turno noche. Al Sobremonte lo dejamos como opción de reserva, por si nos llegamos a tener que ir también de éste: del Jorge Newbery, colegio con buena reputación entre los locos conocidos. Nos terminó de convencer un dato fundamental que nos batieron por ahí: los dueños eran unos hermanos abogados, unos tales López Rey, bastante truchos, que si te quedabas libre de faltas les pagabas una tarifa y te reponían otras quince. Las veces que fuera necesario.
El Turco no vino con nosotros. Él había recibido un especial pedido de renuncia indeclinable. O sea, todos teníamos que irnos, pero el más. Es que era pendenciero, le encantaba cagarse a piñas. Bastaba que alguien lo mirara más de lo que él consideraba aceptable para que, si estaba en un día malo, se le acercara a provocar la discusión. Entonces, de la nada, sorprendía con un primer y único golpe, una piña que te acostaba y ya está, la pelea había terminado. Si justo te habías distraído te lo perdiste, cosa de la que te lamentabas por lo menos el resto de la semana, porque una piña del Turco era digna de verse. Pobre Turco, él nos había contado un tiempo antes, mientras caminábamos a la salida del cole, que estaba loco porque su novia, Laura, lo había dejado, y cagarse a piñas era lo único que lo ayudaba a sentirse mejor. Cada vez que se armaba y lo veíamos acostar a uno (insisto: piña impecable) nos daba lástima, hoy la debe estar extrañando un toco, pensábamos. Pero las autoridades no se enteran de las angustias de sus alumnos. Así que lo tenían entre ojos y a la primera oportunidad, que resultó la de Cardozo, lo conminaron a que se las tome. El asunto es que se decidió por el Sobremonte porque se daba cuenta que lo de Laura lo seguía matando y entonces, ya que lo rajaban del Moreno, prefería asegurarse un colegio como pintaba el Sobremonte, con más margen de maniobra.
Primer día (primera noche, en realidad) en el Jorge Newbery: nomás entrar ya estábamos encantados. Había una variedad, una riqueza humana, casi una vanguardia, te diría, de la que no teníamos idea que pudiera existir. Para empezar, colegio mixto. Imaginate: veníamos del Moreno, colegio del Estado que también era una maza pero un poco rancio y, detalle principal, sólo de hombres, puro olor a huevo. Y acá era mixto. ¡Mixto! Era una palabra inalcanzable, un agujero a otra dimensión. Y era verdad, era mixto, había chicas, muchas chicas que, encima, habían elegido el Newbery, pero el Newbery turno noche, encima, no se si me explico. Venían a ser un seleccionado de chicas, Las Leonas, ¿me entendés? Los recreos eran un paraíso psicodélico: el patio interno asaltado por mujeres. Mujeres por todos lados: hablaban, se cagaban de risa, te miraban, algunas usaban las polleras re-cortas, otras la camisa blanca con un botón de más abierto que te mataba, dos colitas, cola de caballo, pelo suelto, dientes blancos, ojos pintados, pestañas como abanicos, ojazos, ojos rasgados (había un par medio orientales) cintitas en las muñecas, grupitos, solitas, otras en charla con algún loco contra una columna; un shopping. Y en el medio nosotros, que no teníamos idea de cómo se trataba a una chica adentro de un colegio. Estábamos desesperados.
Del Moreno llegamos el Rolo, Dizzy y yo. Con el Turco perdimos un gran valor, aunque sentíamos cierto orgullo de tener un delegado en el Sobremonte. No es que hubiera ánimo de reemplazarlo, pero en el Newbery nos encontramos, entre otros, a Fernando, que venía del Belgrano Schule. Este loco era de otra especie. Lo habían mandado a estudiar un año a Estados Unidos para que cortara una relación que venía teniendo con una profesora, cuando él estaba en segundo año. ¡Quince años tenía el loco en ese momento! Para nosotros -chicos de barrio que decían loco, chabón, y no man, que ya empezaba a gustarnos más-, eso era una de ciencia ficción. Además, los padres y el hermano estaban mal de la cabeza, pero mal de verdad. Será por sobrevivir a todo eso o por lo que sea, pero el loco, además de estar loco, iba a otra velocidad, siempre un paso delante de nosotros y con una mente que era un motor fuera de borda. Ya el primer día, en el recreo, se acercó al grupete de inmigrantes que formábamos Dizzy, el Rolo y yo, me ve encender el walkman y me encara: ¿Qué hacés man? ¿Ustedes son nuevos, no? Sí, empezamos hoy, le contesté. Bienvenidos, man… ¿disculpame, ese walkman te anda? Sí, le digo. ¿Seguro te anda bien, man? Sí, sí, anda, anda bien, le contesté, ya medio divertido y sin entender mucho, lo tengo hace repoco. A ver, dejame, insistió mientras me agarraba los auriculares y se los ponía. Qué loco, sí, anda, dijo con cara de sorprendido. El mío no me anda. ¿Este es amigo tuyo?, me preguntó en seguida mientras señalaba con un gesto a Dizzy, que estaba ahí al lado nuestro, tan cerca de mí como de él. Dizzy, que tenía una inteligencia como un cuchillo, se cagó de risa detrás de esos anteojos enormes, de marco grueso, que nunca se sacaba. Sí, le dije, venimos todos del Moreno. A ver, prestame el tuyo, ¿a vos también te anda?, le dijo a Dizzy, y ya le estaba desenganchando el aparato del cinturón, porque ahora necesitaba no sólo ponerse los auriculares sino examinarlo un poco. Sí, este también anda, anunció mientras le daba vueltas al aparato con la mirada muy concentrada. Es muy fuerte esto, men, ¡el mío es el único que no funciona! El Rolo, que no podía más de placer con la escena, le dijo: ¡Cómo te quiero, dame ya mismo un beso en los labios!, y sin decir agua va le enchufó un pico, que era su declaración rotunda de amistad y gusto por alguien. Fernando, sacado de cuadro, se rió y lo abrazaba y le palmeaba la espalda, mientras nos decía ustedes están muy locos, men, ¿de dónde me dijeron que vienen?

-¿Y man, son esas las Nu? -me insiste.
-Sí, loco, son esas, pero la que está ahí es una. Está una sola, boludo. ¿No ves que hay una sola?
Fernando me mira, me palmea la espalda y se ríe:
-¿Decís que esa es una sola loco?
-Si man, pero tenés razón vos, son las dos.
El Rolo nos mira, nos dice cómo los quiero y de inmediato nos agarra la cara y nos endosa un pico a cada uno.

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