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domingo, 2 de enero de 2011

La Vida en el Teatro

La representación ha terminado. Tras las viejas puertas de vaivén, las mismas que se abren y cierran desde el primer día de existencia del gran teatro, se esfuman los últimos ecos, vítores y aplausos. Las luces se adormecen, vencidas por la quietud. Los demás actores de la compañía ya atraviesan la noche en camino a sus hogares. Tan sólo ellos dos permanecen en la gran sala.
Be mira en derredor hasta recorrer cada rincón del espacio desierto. Su voz parece sumarse, con cada palabra, al silencio. Ese silencio que vive allí desde siempre, presente en cada jornada y en cada momento, aún entre la música y las voces del elenco o detrás de los aplausos del público, en plena función. Ese silencio que, una vez a solas, despliega sucesos ocurridos hace minutos, días o siglos, pero vivos en él por toda la eternidad. Sueños, miradas, susurros, reflejos, vidas y muertes, todo ello renace de él cada noche y se agita en un murmullo creciente hasta colmar la sala vacía. Parece, entonces, como si el silencio fuera a estallar. Sin embargo eso no ocurre. El silencio, como si una señal le indicara cuándo, se repliega. Y acalla todo su mundo, a la espera de la siguiente jornada.
-Nadie sabe con certeza, Laura, le dice Be, lo que ocurrió aquí una noche, hace trescientos años. Hoy, justo esta noche, la de tu inesperada representación, de la cual aún no me repongo, de la cual aún me rondan tus sonidos y tus movimientos, de la cual aún me ronda la vida, quiero decir, los ramalazos de vida de tu personaje, la persona viva presente allí, en la escena, habitando tu cuerpo, justo hoy y quién sabe, justo a esta hora, se cumplen trescientos años exactos de aquél suceso.
Be calla un instante y descuelga de la pared, con cuidado, un marco de bronce que contiene, tras el cristal, un escrito.
-El azar, o quizás el destino, -prosigue, mientras ofrece el objeto a Laura-, ha querido que este documento, del cual se desconoce el autor, encontrado entonces junto a los cuerpos, pudiera trascender las edades y brindarnos así, aún legible a pesar del tiempo y las manchas de sangre, su testimonio.
Be comienza a leer el viejo párrafo, conservado allí, a un costado del escenario, sin haber atraído, quizás, una sola mirada a lo largo de decenios.
“No habrá función esta noche ni las próximas. El Honorable Teatro de la Corte permanecerá cerrado mientras se investiga lo ocurrido. La escena acaba de ser colmada por más de lo que se hubiera podido desear o soñar. ¿Podrá la pura pasión aquí desatada volar a través del tiempo y el espacio hacia otras almas elegidas e inspirarlas? ¿Volverá este escenario a albergar tamaño extremo?
Dejo caer una gota de mi sangre junto a la de ellos y sacralizo así este pergamino para poder invocar, en un futuro, el día. Sea cuando fuere en el tiempo de los siglos por venir, ruego se me conceda alcanzar aquí, como ellos lo han hecho, un instante de eternidad. Y más de mi sangre ofrendo para merecer el don de retornar una y otra vez a este templo, a través de los tiempos, a saciar el ritual.
En tanto, ¿cómo dar testimonio de lo ocurrido hace instantes? ¿A quién confiar el tesoro? ¿De qué audiencia aguardar la merecida recepción? ¿Cómo agradecer el sino de haber estado aquí, oculto, para observarlo todo? No…, no quedarán, después de mí, ni otros relatos, ni vestigios, ni comprensión alguna. Sólo el silencio frente a los restos que por la tarde, con seguridad, habrán sido retirados.
Y el telón, recién entonces y hasta un nuevo día, habrá descendido.”

No la conozco muy bien a Laura, piensa Be, pero aun así puedo sentir su interés al escuchar la lectura de este fragmento. Es un manuscrito anónimo, le dice. Fue encontrado junto a los cuerpos, o a lo que quedaba de ellos, y ha sido conservado desde entonces en diferentes lugares. En principio, durante los primeros pasos de la investigación, en la sede de policía; luego en despachos oficiales y en diferentes juzgados hasta que fue devuelto por fin al teatro, su hogar, Laura, donde ahora podemos verlo.
Laura roza con sus dedos el cristal que cubre el pergamino y, conmovida, guarda silencio. Dos actores muertos, piensa. Una mujer y un hombre, le ha dicho Be. ¿Qué pudo haber ocurrido? Dos cuerpos ensangrentados en un teatro vacío y el testimonio de alguien que ha visto todo.
No la conozco bien, piensa Be, a su vez, mientras la observa. Será por eso mi invitación a que permanezca aquí conmigo en el teatro cuando la función ha concluido y la ausencia de vida es la regla. Será para contarle acerca de los múltiples recovecos del lugar o, quizá, por mi deseo de percibir, a través de su rostro, los cambios en mi propio espíritu con los vaivenes del relato. Be le habla del escenario, que oscila iluminado apenas por unas pocas luces al ras del piso, difuminado como un botellón en medio del mar nocturno bajo el frío y la luz de las estrellas, o como la conciencia de quien mira desde una butaca, en medio de la sala vacía y oscura. Le cuento, piensa Be, y la miro para verla mirarme, para verla perderse, para perderme también, para sucumbir, de a poco, bajo el peso de las palabras.
El teatro no es sólo lo que ves cuando la función está en marcha, le dice. Tampoco es la visión sola del escenario, en apariencia muerto y vacío. Por el contrario, el teatro vive en la esencia aquí presente, esencia que para muchos, para la mayoría de las gentes, en verdad, resulta imperceptible. La vida, creo, espera por recrearse. Pulsa y espera, Laura, así como duerme este momento quieto para después estallar. Puedo sentirlo aquí dentro, bajo el resguardo de estos muros que permiten olvidar la calle y el movimiento circular de los días allá afuera. Puedo sentir, ahora mismo, cómo la vida del teatro crece en mí y se apodera, de a poco, de mí.
Laura es joven. Se ha unido hace muy poco a la compañía y hoy, en la escena, en su primera representación frente al gran público, se ha dejado llevar, ha dejado de ser ella misma para dar nacimiento a su personaje, ha llorado y dado vida a otra vida de tal modo que sus compañeros fueron arrastrados junto a ella a la mejor actuación que jamás se hubieran atrevido a soñar.
He sido casi borrado del escenario, piensa Be, al posarse en mí sus ojos perdidos del mundo, escapados de la tierra como nunca antes yo había visto, ni en medio de una obra ni fuera de ella. Be mira la mirada de Laura y los destellos que en ella proyectan sus propias palabras. No es todo guiones ni antiguos ropajes destinados a la escena, ni cortinados o muebles de utilería, le dice. Pensá en los actores, Laura. Vos, que comenzás a entregarte a la actuación del modo que hoy hemos visto y vivido, pensá en quien crispa su mano en dirección al cielo para alcanzar un momento sublime y proyecta la voz hasta rincones desconocidos de tu propia alma, cuando su alma, la de él, la del actor en escena, ya se arrastra por un laberinto cuyo final es el mismo fondo del espíritu, donde también es la carne. Hablo del ser primitivo que llevamos dentro, del fundamento, de la cuna de lo que somos. ¿Es eso bajeza, pérdida de límites, confusión? ¿O es otra cosa? Quizás sea entrega, Laura, quizás la mayor entrega, el más extremo olvido que uno pudiera imaginar, el olvido de todo.
Laura, callada, lo escucha. Ha viajado desde lejos con la ilusión de actuar en el viejo Teatro de la Corte. Se ha preparado durante años para llegar hasta allí y esta noche, hace tan sólo unos momentos, por fin, su sueño se ha vuelto realidad. Aún siente en el cuerpo la conmoción de haber sido habitada por su personaje. Ella lo sabe, ya desde niña le ha ocurrido: esa nueva vida no terminará jamás de abandonarla. Cada ser de ficción le ha dejado una parte de sí, una parte real y viviente, de modo que la actuación se transformó en el único camino posible, en el único espacio en el cual ser más de una sin enloquecer.
Laura, piensa Be, la que ha aceptado mi invitación a permanecer cuando ya todos se han ido, la que ha querido asomarse a otro rincón de los tantos que la jornada reserva en su seno. Laura aquí, Laura conmigo. No la conozco bien, pero es bella y más bella a cada roce de mi mirada. Sus ojos sueñan y su cuerpo de gata dormida, relajado en la tibieza de un sol de invierno, invita a tocarlo, a abandonarse al mundo de su piel tan blanca. Laura, lejos de ser una extraña, me ronda y se acerca a mí. ¿Será a causa de mi deseo, de mi callada sugerencia de placer que en este instante descubro? ¿Será mi anhelo por ella, la imperiosa ausencia que me provoca su presencia tan cercana? Laura, tan hermosa. ¿Qué quiero, sino la tentación, en ella, de salir de las palabras y animar un paso hacia el miedo?
El actor pone su alma en el índice que se extiende hacia el cielo, prosigue Be, frente a los ojos oscuros, bien abiertos, de Laura. Está a punto de alcanzar el ápice de la trama, le dice, el instante crucial de una historia que, incluso a él, el intérprete, deja sin aliento. Tensa su mano allá en lo alto dispuesto a declamar una última verdad, la que figura en el guión de la obra, pero suya también en ese momento, y mira a su amada, quien, sobrecogida, aguarda el desenlace. Ese actor, Laura, con el alma entregada al arte, con el alma perdida en la poderosa dimensión del arte, en la que sin oponer resistencia, sino gozo, se sumerge, ese actor, continúa Be, con su pecho a punto de estallar, junto con las líneas finales del diálogo siente que podría matar a su amada en la ficción. Quiero decir: matar de verdad a quien representa a su amada, matarla y vociferar junto a ella, matarla y vociferar, Laura, junto a la sublime agonía de ella, en medio del escenario. Matarla y ascender en el desgarro, en la energía del dolor y de la muerte.
Be, con los párpados cerrados, toma un respiro. Laura se agita y su mirada, no así sus ojos, abandona por un instante el espacio. Su conciencia se ha vuelto sobre ella misma, se ha hundido en su espíritu por una fracción de segundo, se ha sumergido en ese páramo interior poblado por tantos seres, por tantas almas vivas, olvidadas o renacientes.
Las manos de ese actor, del hombre que era ese actor, prosigue Be, se hincharon e inflamaron sobre el cuello de su amada en la ficción. Aquí, sobre este mismo escenario, Laura, hace tres siglos y a la vista de todos, esas manos querían vida. Be hace una pausa y el tono de su voz desciende. Los actores se marchaban, continúa, luego de finalizada la obra, tal como lo hacemos nosotros, por esa pequeña puerta a un costado de la escena. Esa puerta que, como bien sabemos, conduce a los camarines, en el subsuelo. Los artistas descendían, una vez terminada la faena, a la oscuridad, no de lo incierto, sino de sus propios frenos y carencias. Sí, Laura, descendían a encontrarse con sus límites, cuando en realidad muchos de ellos habían arribado, en su momento, en busca de algo más. No es éste, en el que nos encontramos, un teatro cualquiera. Vos misma has llegado desde lejos para trabajar en él. Y se cuentan historias acerca del lugar en el cual ahora nos encontramos, historias que de tanto tiempo pasado y de tanto ser contadas ya no se sabe si son ciertas, si pertenecen a la ficción, a la vida o a la leyenda. No olvidemos, Laura, le dice Be, que este lugar existe hace más de cuatro siglos. Según se cree, según el relato de antiguas voces sin nombre, tal como la del pergamino que hoy hemos leído, aquí mismo, en nuestro teatro, bajo la bóveda que le sirve de techo y lo provee de una resonancia tan íntima y profunda, de un tono y un tiempo sin igual, la vida, cuando se le ofrece una grieta, irrumpe en la escena, se suma a la escena y la toma y la retuerce y la engulle. Se hace de ella y la acrecienta hasta donde sólo la vida misma (y digo la vida, Laura, la vida, en el sentido más brutal y puro en que se la pueda aprehender) y no la ficción, puede llegar. La vida percibe o reconoce, y se dice que esto ha ocurrido en contadas ocasiones, a unos actores entramados con ella, a unos artistas que, una vez subidos al escenario, lo olvidan todo; olvidan las luces, las butacas, las gentes, los telones y las supuestas razones por las que allí se encuentran. Artistas que se olvidan de sí mismos, Laura. Artistas que se olvidan por completo, allí, subidos al escenario, de sí mismos. Es entonces cuando la vida se reconoce, cuando se descubre a sí misma encarnada en ellos y se produce el milagro. Por causa de estas historias algunos artistas, como vos y como yo mismo, fuerzan su destino hasta este santuario. Sí, he dicho santuario. ¿O qué otra cosa podría ser este lugar sino un templo? ¿No estamos, vos y yo, inmersos en un aura sin tiempo en la que el mundo de afuera, el mundo de las gentes, el de los días y las noches, comienza a desvanecerse? Los actores que hasta aquí llegaban lo hacían persiguiendo ese espíritu. Querían romper el tiempo, entregarse a la escena, lanzarse fuera de sí a través de la actuación como excusa. Buscaban escapar del entorno habitual, del trajinar de todos los días, de la línea del tiempo que nos arrastra sin pausas desde el nacimiento hacia la muerte. Y lo peor de todo, Laura, es que la muerte jamás llega. Casi podría decir que, durante toda nuestra vida, nada más somos llevados. Sí, llevados, arrastrados. Y la muerte no llega, Laura. La muerte jamás llega porque cuando sucede, en el mismo instante en que se produce, en esa mínima fracción de tiempo, ya no estamos ahí. ¿Te das cuenta? Cuando por fin lo celestial sucede, ya no estamos ahí. Sin embargo, aun de ese modo, todos ellos, o casi todos, no eran más que actores. Actores que vivían en sus personajes, vivían en sus personajes, Laura, y se estremecían bajo la luz de la escena, frente a las inútiles butacas. Pero luego corrían, huían del escenario por esa pequeña puerta y luego por la vieja escalera, pasadizo a las cobardes historias donde se refugiaban de sus cobardes conciencias, en las habitaciones del subsuelo. Actores, Laura. Extraordinarios, sí, pero actores. Intuían el dolor y el placer, pero huían. A eso se debe la infeliz vida de los actores, a que huyen. A que, habiendo rozado el infinito, escapan. Huyen, huyen hacia abajo, hacia el día siguiente, hacia la próxima representación. Bajan rápido, se escabullen a través de la pequeña puerta escondida. Bajan temblando, Laura, sin haber matado.
Laura asiente en silencio y aguarda la prosecución del relato.
En la escena, le dice Be, la actriz percibe algo extraño al ver a su amado aproximarse. Ella, la que espera ser amada como nunca antes y tal vez como jamás soñó, se agita de miedo. Y cuando es tomada por el cuello se vuelve puro miedo en las manos de él; puro miedo que desea y se aferra, con el cuello, a la mano. Puro miedo, Laura. Aquél actor no había podido dejar de cerrar sus manos sobre el cuello de la mujer, no había podido detenerse porque el momento era eterno. No le era posible porque el tiempo había dejado de correr y el pensamiento se le había evaporado. Y aún así se detuvo. Se detuvo, Laura; se detuvo y buscó la pequeña puerta con la mirada. Se detuvo y esperó el alivio y la vergüenza del final pactado, del final escrito y aguardado por todos: la oscuridad repentina, la caída del telón, la ovación de los presentes, las reverencias del elenco. ¿Cómo pudo haber sido posible? ¿Cómo?
La pregunta resuena entre las paredes y asciende hacia la cúpula del teatro. Laura, en tensión, espera a que Be prosiga.
Los actores no permanecían allí, delante del telón, ante los vítores, vivas o aplausos, más que unos segundos, continúa él. Bajaban esas escaleras con sus cuerpos perturbados, con la confusión del regreso al piso de la sala, al pasillo entre las butacas, a los subsuelos. Bajaban seguidos por la mirada del público, por las sonrisas y las palmadas del público, por el respeto del público. No imagino, Laura, un momento de horror más miserable. Yo no te hubiera dejado así. No habría abandonado la escena, no podría haberte dejado allí tirada al culminar la obra, bañada en lágrimas desencantadas, le dice, mientras la invita, con el gesto, a ascender unos cuantos escalones hacia el proscenio Yo habría caído contigo, Laura. Habría continuado hasta donde no yo, ni nosotros, sino el destino, la vida nos condujera; hasta donde el espíritu de la vida, que habla ahora en mí, hubiera podido o querido llegar. Yo habría caído contigo. No hubiera tomado tu cuello sin besarte a la vez, sin pegarme a tu cuerpo, sin sentirlo y morderlo y besarlo, sin olvidarme de todo.
Y descienden los párpados de Laura hacia la oscuridad mientras su boca se une a la de Be. Los brazos se acarician y con un estallido cae, liberado por la mano que se abre, el viejo pergamino anónimo. La escasa luz se repliega sobre los cuerpos y los empuja uno sobre otro, las pieles se deslizan y reconocen, se curvan y tiemblan con el contacto, se refriegan en medio de la penumbra del escenario, junto al pesado telón. Los besos se suceden y concentran, cubren los pliegues, los recovecos, las mucosas de terciopelo purpúreo, el interior del vacío. Cuerpos desnudos y blancos sobre la oscura alfombra, cuerpos rasgados por astillas de cristal, cuerpos que se toman los rostros, que entrechocan los pómulos, cuerpos de feroces huesos de placer. Él y ella en el abismo de las bocas, en el licor que recorre los muslos, en las mucosas que sin pausa se devoran, en el cielo que ruge inconciencia y eternidad. Cuerpos blancos entre latidos calientes, tendidos y entrelazados junto a la ropa destrozada, junto a los bordes de la vida, junto a los músculos y la sangre. Clavan las manos, abren la carne, se estremecen y gimen y lloran. Se funden en los labios, en los pechos, en los abdómenes empapados; se funden y se pierden y se sienten desmayar. Caen las cabezas, los cuerpos se aplastan, las espaldas y las cabezas golpean contra el piso y la pared, contra las columnas y los decorados, contra los vidrios del viejo pergamino, en cada convulsión de las caderas. Los pies agitan el aire; las manos como tenazas penetran los cuerpos entre súplicas y llantos, las costillas emergen desnudas, apuntan al cielo y se ensartan en la estrechez del abrazo. El animal de carne y sangre baña la fiesta de placer y dolor. El alarido de las bocas bebe del abdomen y derrama heridas sin saciarse. Los dedos se cierran en las profundidades y desgarran la carne y el espíritu. Un festejo de rojos borbotones se traga el final y amanece, entonces, el silencio.


Sólo quedan ella y él. Los demás actores se han marchado a sus hogares y la puerta vaivén, aún la misma, disuelve, entre leves oscilaciones, los aplausos y el clamor del público.
Su voz, aunque casi susurrada, resuena y se amplifica bajo la cúpula del Gran Teatro de la Corte.
“…, no quedarán, después de mí, ni otros relatos, ni otros vestigios, ni comprensión alguna. Sólo el silencio frente a los restos que por la tarde, con seguridad, habrán sido retirados.
Y el telón, recién entonces y hasta un nuevo día, habrá descendido.”
El tiempo se detiene en cada rincón apenas Verónica finaliza la lectura. Su mirada recorre las butacas vacías, las paredes en sombras, el escenario ahora tan obscuro, enmarcado por las pesadas cortinas de terciopelo. Quisiera abarcarlo todo, piensa; quisiera albergar en mí la historia y las escenas de este lugar. Quisiera que este teatro, dice Verónica, ahora en voz alta y con los brazos abiertos, fuera mi misma alma. Cierra los ojos y siente: la atmósfera de la sala, el ánima despertada por la lectura de la antigua crónica, o no sabe bien qué cosa, toma su ser y siente como su cuerpo se expande. Tal ha sido el trance que se sorprende cuando, al abrir los ojos, vuelve a encontrarse con la mirada de Georges. No lo conozco muy bien, piensa, pero puedo intuir, sin embargo, la fascinación que le ha despertado, como a mí, el contenido del escrito.
Georges roza con sus dedos el cristal que cubre el antiquísimo pergamino y guarda silencio.
Fue escrito una noche de la que justo hoy se cumplen quinientos años, le dice Verónica.
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